Pantuflas de fieltro
El superhéroe vestía de incógnito aquella noche, con traje de calle y disimulando su rostro tras unas enormes gafas de pasta sin graduar y un peinado de recatado seminarista, como cada vez que quedaba con Lois. Celebraban el primer aniversario de su noviazgo y él, por fin, había decidido invitarla a cenar a casa. Y ahora ella le hacía un regalo. Después de una sobremesa cargada de generalidades acerca de una vida ordinaria e inventada con las que le ocultaba quién era real-mente, recibió con sorpresa el paquetito envuelto en papel de regalo que su novia le alcanzaba desde el otro lado de la mesa. Lois le espiaba con una sonrisa pícara. El superhéroe miró el regalo extrañado: dentro de la caja había un par de pantuflas de fieltro para andar por casa.
Hasta esa noche, el superhéroe había eludido alargar la velada después de cada cita y, tras ofrecer excusas apresuradas, solía volar hasta su lugar de retiro en el polo norte: una cueva cuquísima tallada entre témpanos de hielo pero diseñada con criterio espartano. Pasado un tiempo, el superhéroe se preguntó si no sería mejor arrendar un pisito en el centro. Si no alquilaba algo pronto, pensaba, tendría que sofisticar aún más las evasivas con las que se justificaba antes de salir pitando tras todas sus citas. El trajín de atrapar a villanos y de deshacer entuertos no casaba bien con la distracción de buscar coartadas. Y al fin y al cabo, se decía, volar una hora cada noche hasta el polo norte, muerto de frío con su traje de licra fina, entre vientos helados cuando no bajo truenos y lluvia, tampoco le ofrecía ninguna ventaja y sí bastantes fatigas. Pronto alquiló un apartamento modesto de dos habitaciones cerca de la redacción del periódico donde se camuflaba como modesto reportero de provincias.
Tras la cena de aniversario, Lois le comenzó a visitar más a menudo y, primero con timidez y más tarde con descaro, le hizo saber que esa casa despedía un horrible tufo a pisito de soltero. Así que un día apareció con unas cortinas, unos cojines y unas velas aromáticas con las que dar un toque hogareño al saloncito. Más tarde trajo una cafetera italiana y una tostadora. Finalmente compró un televisor en el que verían películas mientras comían palomitas acurrucaditos en el sofá. El superhéroe agradecía estos detalles con poco entusiasmo. Nunca había sentido la necesidad de arreglar la casa y le parecía que pasar más tiempo en ella le retiraría de su empeño en lograr el orden y la justicia; cuando Lois le despedía a la salida del cine, o después de cenar, volaba presto a perseguir cacos, a rescatar autobuses que andaban a punto de despeñarse por un barranco o a retrasar el apocalipsis unas horas más. De manera que ni el superhéroe necesitaba un colchón cuyos muelles no se le clavasen en el costado, porque nunca se acostaba, ni añoraba un sofá desde el que ver el telediario mientas cenaba. La mitad del noticiero la protagonizaba él mismo con su ceñido traje azul de ondeante capa roja y el gesto confiado de un galán de Hollywood.
Meses después, sentado en un recién estrenado sillón orejero, el superhéroe miraba sus pantuflas calentitas y se decía que combinaban realmente bien con el pijama de franela a cuadros que Lois le había regalado por San Valentín. El superhéroe ha ido descubriendo poco a poco las bondades de la vida hogareña. Forzado al principio por la necesidad de fingir ante Lois que era un hombre banal y seducido más tarde por la comodidad de algunos muebles, ha comenzado a pasar cada vez ratos más largos en casa. Vestido con su pijama de franela, enfundados los pies en sus pantuflas de fieltro y mirando holgadamente el televisor desde el sillón orejero, se ha venido convenciendo de que era más saludable descansar de tarde en tarde que vivir siempre ansioso por atrapar a malhechores de poca monta. Yo me ocupo de los villanos de verdad y a estos rateros que los detengan los gendarmes, que se están volviendo perezosos, se decía. Con estos pensamientos se le iban las tardes viendo magazines en el televisor y disfrutando del aroma a café con el que su moka italiana bañaba el apartamento.
El superhéroe apenas sale ya de casa cuando se cumple el segundo aniversario de su noviazgo con Lois. En ocasiones van al cine o a un restaurante pero, desde que vive en el piso, se ha aficionado a la cocina y prefiere cenar o ver una película en el sofá que soportar el tumulto de los locales del centro comercial. Con respecto a sus hazañas heroicas, se ha ido forjando la idea de que tampoco resultaba muy necesario salir a ajusticiar a los villanos a los que antaño solía mantener a raya. Si antes le bastaba con atrapar a un tirano desaprensivo para justificar sus desvelos, a base de escuchar las noticias en la radio cada mañana entre sorbitos de café, ha concluido que de poco vale el esfuerzo si lo habitual es que el malo sea inmediatamente reemplazado por otro villano descocado. En realidad, se dice, su labor de superhéroe servía para poco más que para llenar las portadas del periódico en el que trabaja. Concluye que para llenar los bolsillos de su jefe, que no le revisa el sueldo desde hace varios años, mejor se queda en casa.
Unas semanas antes de su tercer aniversario con Lois, el superhéroe lleva su traje de licra azul con capa roja a una casa de empeños. Pensaba comprar un anillo de compromiso con el dinero que consiguiera, pero el traje está arrugado, huele a alcanfor y le ofrecen poco por él. Nadie se acuerda ya del superhéroe o si lo hacen es con el rencor que se profesa a los traidores, así que el traje no tiene más valor que un trapo viejo. Sale de la tienda lamentándose de su mala suerte pero se le olvida pronto cuando cae en la cuenta de que en un rato emitirán el último episodio su serie favorita. Como hoy hayhuelga de metro y autobuses, acelera el paso para no llegar a casa apurado. Podría ir volando en un tris pero, desde hace un tiempo, no siempre recuerda que él todavía puede hacerlo.