Alicia no tardó en acostumbrarse a
mecanografiar sin el dedo anular de su mano izquierda. Nunca, hasta después del
accidente, había reparado en que una parte notable de su jornada se le iba en
teclear y asignar nombres a los asientos de los vuelos de la aerolínea para la
que trabajaba. Se sentaba tras el mostrador de formica y observaba cómo se
acercaban los pasajeros, tratando de adivinar cómo serían sus efímeros encuentros
con ellos: anticipaba la suficiencia acre con la que la tratarían los
ejecutivos hastiados de vuelos non-stop,
el entusiasmo de las parejas de viajeros jóvenes o el aire resabiado de los
turistas de más edad, que siempre encontraban motivos de queja. Con una sonrisa
profesional y aséptica, Alicia amenizaba así sus días, mientras etiquetaba equipajes
y repartía tarjetas de embarque.
Cuando
Guillermo le pidió matrimonio, Alicia hacía tiempo que había dejado de esperar la
propuesta. Guillermo se perdía en consideraciones confusas sobre el anacronismo
del matrimonio si surgía la conversación, o se enredaba tratando de apuntalar la
hipocresía de una formalización burocrática del amor, de manera que Alicia se
olvidó de esa posibilidad y enterró la ilusión de celebrar su boda algún día. De
tal manera, la noche en que Guillermo se ausentó con cualquier excusa de la
mesa del restaurante en el que cenaban, para acercársele poco después por la
espalda y preguntarle con un susurro si se quería casar con él, Alicia se
sorprendió a sí misma llorando de la emoción. Mientas Guillermo le deslizaba el
anillo por el dedo, en solícita genuflexión, Alicia se sintió por un momento la
mujer más dichosa de la Tierra.
Unos
días después, en el aeropuerto, una cinta transportadora junto a la que trabajaba
Alicia se puso en marcha por accidente. Un arcón enorme e inestable que se
tambaleaba sobre la cinta, acabó por volcarse sobre ella. Uno de los herrajes
del baúl se enganchó en el anillo de compromiso y, en su camino hacia el suelo,
arrastró con él las dos últimas falanges del dedo anular.
Tras
salir del hospital y recuperarse de las heridas, Alicia cayó en la cuenta de
que si quería pasear agarrada de la mano de Guillermo, él eludía coger la suya.
Cuando trataba de acariciar a su prometido, éste se revolvía incómodo y buscaba
la manera de deshacerse de la caricia para acabar siendo él quien la tocase a
ella. Alicia acusaba las miradas furtivas que Guillermo lanzaba con desagrado
hacia el hueco dejado por el dedo ausente. Más tarde, cuando ya era imposible
ignorar que el distanciamiento entre ellos era insoslayable, Guillermo le
confesó que no era capaz de soportar la desaparición del dedo cercenado, ni
tampoco el tacto de Alicia cuando le rozaba con el minúsculo muñón que asomaba.
Así es como volvió a esfumarse la ilusión de Alicia por casarse, como si el
amor se les hubiera ido por la brecha que dejó el dedo cortado. Guillermo se
marchó y Alicia vivió días de duelo. Se lamentó largamente mientras intentaba
discernir qué ausencia padecía más, si la del novio fugitivo o la de las
falanges de su dedo, aunque al final, igual que su herida cicatrizó, también
restañó la nostalgia y decidió no reparar más en ninguno de los dos vacíos que
le habían quedado.
La
pareja de recién casados se encamina hacia la zona de facturación del
aeropuerto tirando de dos grandes maletas envueltas por un plástico protector
brillante. El rostro del hombre luce ojeroso, consecuencia de una noche de poco
sueño y muchos licores. Ella, sin embargo, se muestra radiante, como si la
emoción que rezumaba su rostro el día anterior fuera un maquillaje pertinaz del
que no puede desprenderse con ninguna crema limpiadora. Buscan los mostradores
de la compañía que los llevará de viaje de novios y, cuando los encuentran, se
dirigen al primero que queda vacío.
-
Buenos días - saluda Inés con una alegría incontenible, mientras acerca los
pasaportes y las reservas del vuelo a la encargada de la compañía aérea - ¡Nos
vamos de luna de miel a las Maldivas!
-
¡Qué envidia! - le contesta la mujer mientras recoge los documentos. Cuando pone
su mano sobre el mostrador, nota que la novia da un pequeño respingo al reparar
en su mano de cuatro dedos. Se fija entonces en el novio, que empalidece por
momentos y que permanece callado. Intrigada, escruta su rostro durante unos
segundos mientras él desvía su atención hacia otro lado, sin disimulo, evitando
que sus miradas se crucen. Vuelve a consultar la pantalla de su ordenador y les
indica con tono protocolario: - Inés y Guillermo. Sí, aquí estáis. Vuestro
vuelo saldrá dentro de una hora desde la puerta 73. Aquí tenéis vuestras
tarjetas de embarque. Que paséis unas estupendas vacaciones.
-
¡Muchas gracias! - responde Inés con una sonrisa cada vez más expansiva.
Mientras guarda los billetes en una carpetita de cartón azul, Guillermo ya hace
un rato que se ha dado la vuelta y se ha alejado sigilosamente del mostrador.
Se
encaminan hacia la puerta de embarque, ella dando saltitos intentando alcanzar a
su marido. Inés se entretiene buscando su reflejo en los escaparates de la
terminal, procurando no perder de vista a Guillermo, que avanza tambaleante
entre los pasajeros alienados que deambulan por la terminal. Inés se regodea al
encontrarse frente a sí misma en cada espejo de las tiendas y se repite lo bien
que luce su recién estrenado anillo de casada. Se acuerda del dedo cortado de
la mujer del mostrador y aligera el paso para llegar junto a su marido, al que
pregunta si sabe en qué dedo habría de llevar la sortija si no hubiera anular
donde ponerlo. Guillermo camina tan ausente y con el gesto tan torcido que ni
se preocupa en responder. Inés se encoge de hombros, y con un mohín de picardía
le pregunta:
-
No te habrás arrepentido ya de haberte casado conmigo ¿eh? - Se ríe. Levanta su
mano y estirando el dedo frente a la cara de él, le acerca el anillo para que
lo vea de cerca - Pues esto ya no hay quien me lo quite a mí del dedo. – Y se
lanza a abrazar su cuello, buscando los labios de Guillermo, que están tan
tensos y secos que apenas responden al beso.
-
No, querida, no me arrepiento. Es que ayer bebí demasiado.
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