Q. ha llegado a la notaría quince
minutos antes de la hora a la que ha sido citado. Considera que la puntualidad es
una virtud inexcusable que denota respeto y elegancia y para no ser sorprendido
en un renuncio, procura adelantarse en todos sus encuentros. Durante sus esperas,
Q. anticipa el retraso de quienquiera que vaya a venir y, aunque es plenamente
consciente de que no hay nada reprobable hasta la hora exacta de la cita, no
deja de alimentar desde el primer segundo una indignación creciente, producto
de sus barruntos desquiciados sobre una demora más que previsible. Partiendo de
un resquemor sutil mientras pasea arriba y abajo frente a la puerta de alguna
cafetería, Q. es capaz de alcanzar un cabreo furibundo en pocos minutos de
espera, con independencia de que su cita se haya retrasado o no.
Q. recuerda, mientras hace tiempo
frente al despacho del notario, los últimos encuentros familiares que le han
traído hasta aquí. A pesar de tener cuarenta y siete años, Q. se ha venido
sintiendo puerilmente culpable por detestar con tanta inquina las cenas
navideñas, que en los últimos años han culminado en broncas muy violentas. Le costaba
regresar a casa de sus padres, un trasunto deteriorado del hogar en el que pasó
su juventud. Ser bienvenido por la misma alfombra de siempre, medio pelada y
desvaída, le iba despertando una desazón inconsolable a medida que avanzaba por
el pasillo hacia el salón. Le alteraban los cuadros que colgaban desnivelados de
las paredes del corredor, el amontonamiento sin concierto de abalorios dispares
sobre los estantes, las cartas sin abrir olvidadas sobre las mesillas, las figuritas
de porcelana astilladas decorando una librería vacía, los platillos de la
encimera donde se acumulaban flores secas y pilas gastadas... Encontraba
vestigios de desorden en cualquier rincón. Mientras tanto, sus hermanas parecían
obviar todo ese desastre, compartían chismes y ayudaban a su madre a poner la
mesa, y sus cuñados fumaban y hablaban de banalidades entre risas y toses. Q. se
irritaba estudiando las servilletas de tela, cuidadosamente dobladas pero
gastadas y amarillentas, llenas de lamparones imborrables tras años frotando
bocas sucias. Cuando reparaba en los cubiertos desparejados y con pintas de
orín, o en los platos desportillados que se seguían usando para las ocasiones especiales, notaba cómo los
vapores del mal humor se le escapaban por el cuello de la camisa.
A la hora de la cena, Q. había
acumulado tal cantidad de reproches, inquina y mala uva que apenas encontraba
la mínima oportunidad, deslizaba una queja amarga sobre el estado lamentable de
la casa, los hábitos anticuados de sus padres o los comentarios poco prudentes
de sus hermanas y sus maridos.
Que antes de la última cena de
Nochebuena su padre se retrasase unos minutos charlando con los vecinos,
haciendo esperar a su familia más tiempo del que Q. consideraba tolerable, prendió
la mecha de su enfado. No perdió la ocasión de hacérselo notar con tibieza,
apelando al mal gusto de tener a toda su familia aguardando con la sopa fría, rehenes
de su cháchara eterna y cansina. Q. dio bríos a la furia de su padre. La madre
intentó calmar la situación justificando con torpeza al hijo y desesperando aún
más al padre, que le afeó esa manía suya de anteponer a sus hijos a la vez que
le hacía de menos a él, que llevaba soportando sus desprecios toda la puñetera vida.
Las hermanas de Q. se recompusieron en sus sillas y decían ya está, parad ya, mientras sus maridos se dirigían miradas
cómplices y rompían el pan en pedacitos o apuraban sus copas de vino
nerviosamente, sin saber muy bien qué decir. Q. se levantó de la mesa y sin dar
más explicaciones se marchó de la casa haciendo aspavientos y dando voces por
la escalera.
Con el ánimo remitiendo en el
camino a casa, Q. intentó repasar la escena, enumerando los insultos hirientes que
le había espetado su padre o qué había gritado una de sus hermanas para asustar
tanto al marido, que acabó derramando su copa de vino de un respingo. Pero Q.
no hilaba nada porque, en el apogeo de su enfado, la obnubilación le había
impedido reparar en los detalles. Sentía que estas discusiones las tendría que
ganar por ventaja. Por el contrario, se encontraba con un remordimiento
insoslayable, con una sensación humillante de derrota que sólo tras toda una
noche en vela iba apaciguándose, y que finalmente desapareció cuando se le
ocurrió la respuesta con que habría callado a todos. Fantaseó con la ocasión
perdida, con el ingenio rezagado, reviviendo la escena, imaginándose cómo podría
haber conducido su discurso para zanjar la trifulca de modo tajante. Estudiando
los mecanismos de las broncas familiares, se dijo, llegaría el día en el que
terminaría arrinconándolos a todos con un gancho dialéctico definitivo. Los dejaría
noqueados con esa idea brillante, incontestable y triunfal que nunca más
llegaría tarde.
El notario es puntual, como era de
esperar de un profesional tan riguroso, y recibe a Q. a la hora exacta de la
cita. Q. entra en la oficina, se presenta y procede a explicar lo que requiere
de él: en la noche del 24 de Diciembre, el notario acudirá a casa de Q. para levantar
acta de las conversaciones que se mantengan durante la cena familiar que va a
organizar. El notario asiente impasible mientras escucha la propuesta y, cuando
Q. concluye su exposición, le indica que tendrá que acudir a la cena con un
taquígrafo, por lo que el precio será mayor, considerando además que trabajar
en Nochebuena incrementa notablemente las tarifas. Q. está de acuerdo con las
condiciones y se levanta para despedirse. El notario le indica que aún no puede
marcharse, no antes de redactar el contrato y firmarlo. Además tendrá que
pagarle en efectivo y por adelantado. Q. se incomoda, pues no había contado con
que el trámite le llevaría tanto tiempo y tendrá que apresurarse para no llegar
tarde a su siguiente cita. Corre al banco para sacar dinero del cajero
automático, que no funciona. Se niega a pagar una comisión desorbitada en una
oficina cercana y sigue buscando otra sucursal de su banco. Se pierde a la
carrera por las calles de un barrio que no conoce y donde no parece haber muchos
bancos. Regresa exhausto y sudoroso al despacho, donde el contrato ya está
redactado y el notario menea la pierna impaciente. Firma, paga y baja corriendo
por las escaleras con el brazo ya levantado, por si pasa un taxi justo cuando
salga del edificio. Los taxis tardan en aparecer y, cuando uno lo hace, el sol
ya hace rato que se ha escondido tras los edificios.
Q. le indica al taxista una
dirección en un barrio periférico y le pide que se apresure, que llega tarde a
una reunión. El taxista responde que sí, que hará lo que pueda, y sigue
conduciendo con parsimonia inquebrantable por calles donde todos los semáforos lucen
en rojo. Q. se consume pensando en cómo le explicará a su próxima cita este
retraso de más de una hora. Le avergüenza llegar tarde a un encuentro tan
particular como el que le espera. Ha planeado mucho la siguiente cena de
nochebuena y ha conseguido el número de un profesional que hace trabajos especiales. Dadas las
circunstancias más extremas, ha pensado Q., habrá que terminar con la disputa
por métodos más expeditivos. Si
durante la cena se desata una discusión destemplada y Q. entiende que no va a ser
suya la última palabra, ni siquiera tras el estudio exhaustivo de las actas
levantadas por el notario, hará una señal al sicario y éste pondrá un punto
final a todas las discusiones navideñas de su familia.
El taxi le deja bien entrada la
noche en un cruce de calles. Q. se adentra por un callejón mal iluminando
mirando su reloj, musitando quejas y renegando ostensiblemente con la cabeza. Se
para frente a un portal alumbrado por un farol rojo y titilante. Llama a un
número desde su móvil y a continuación espera hasta que por la puerta asoma un
hombre muy corpulento, de rostro furioso. Q. se prepara para saludarle y
excusarse por su retraso injustificable, cuando ve que el hombre empuña un
revólver. Antes de que pueda decir nada, el hombre de rostro furioso ha
descerrajado cuatro disparos en el estómago de Q.
Mientras se desangra en un
callejón oscuro de un barrio periférico, Q. alcanza a escuchar al hombre de
rostro furioso lamentándose por la falta de puntualidad hasta en los
compromisos más serios, como si uno tuviese toda la tarde libre para perderla
esperando a cualquiera.
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