No
quiero conversar con nadie cuando me dirijo al trabajo por las mañanas. Tampoco
me apetece escuchar a músicos que se buscan la vida en escaleras y vagones del
metro. Por fortuna, no suelen madrugar y dejan sus repertorios para por la
tarde.
Casi
todos.Uno de ellos recorría la línea 1 muy de mañana con una guitarra eléctrica y un micrófono que alteraba tanto su voz como la calma matinal del vagón. Este hombre tocaba una sola canción, hablar de repertorio sería exagerado. La primera vez que lo escuché reconocí los acordes de una canción que no atinaba a acertar. El hombre se empleaba a fondo en su entonación, con afán de concurso televisivo, y acompañaba la melodía con punteos virtuosamente exagerados, que son los que aflojan los monederos. Cantaba en inglés con voz engolada y con un acento latino que, de tanto que se empeñaba en ocultarlo, ponía muy de manifiesto. Luego recordé que había oído esa canción, Father and Son de Cat Stevens, por primera vez en un disco de Francis Dunnery, un visionario que acabó entregado a la práctica de la astrología. La versión de Dunnery era sobria y elegante y me gusta más que otras, acaso porque fue la primera que escuché. La original es meliflua y me aburre como casi todo en Cat Stevens. La adaptación que este hombre interpretaba en el metro me estaba sacando sin remedio de mis casillas. Aún así, reconociendo su impetuosa entrega eché unas monedas al cepillo.
En
la canción, un padre mantiene un diálogo con su hijo. El padre, que está satisfecho
con la vida que ha llevado, le recomienda al hijo que no haga locuras, que no
tire por la vía de Tarifa, que no se enrede en fantasías y que asuma la vida
sencilla, que se le coge el gusto a no ser nadie. El hijo ha visto una
oportunidad, no dice cuál, la vida ofrece escapar y jugárselo todo a una. El
padre insiste, olvídate de eso, échate una novia, deja los sueños para los del
colegio de pago. El padre dice quédate. El hijo dice me largo. Yo, en secreto,
apoyaba al hijo.
La
crónica de este paripé musical se repitió durante algunos meses. El intérprete
aparecía con su guitarra y me hablaba como el padre que no era mientras yo replicaba
desde mi asiento como el hijo rebelde que nunca fui. Poco a poco, la canción
terminó por diluirse entre el traqueteo del tren y los anuncios de las
estaciones y pronto dejé de prestarle atención.
Pero
llegó el verano y un día sonó diferente. Mientras unas estrofas las cantaba el
de siempre, las siguientes las entonaba con desgana un muchacho cuyo rostro se
parecía inconfundiblemente al que ya conocía bien. Tenía que ser su hijo. Fue
la última vez que vi al músico madrugador de la línea 1.
Pienso
muchos días en ese chico y en cómo su padre le invitaba, seguramente sin darse
cuenta, a seguir tocando en el metro cada día, pasando la gorra para ganarse la
vida. Quizás el muchacho, siguiendo su voluntad discordante, acabara sentado un
día en un vagón de metro, como yo hago cada día, leyendo un libro hasta el
final de la línea para subirse a continuación a un autobús que le llevaría a
una parada a las afueras de Madrid.
Y
quién sabe si, de haber echado a correr un día sin atender a consejos ajenos, no
sería yo el que le estaría recordando desde el otro lado del vagón, con una
guitarra y un altavoz, que ninguno de los dos quisimos ser como nuestros padres.
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