Hace
unos días volví a ver a mi tío Mamerto. No recuerdo cuándo fue la última
vez que nos encontramos, quizás haga más de diez años, pero
no me equivocaría mucho si dijese que casi todas las semanas me
acuerdo de él.
Así que, cuando hace unas semanas volví a verlo, se me ocurrió que tenía que hacerle una foto para refrendar que yo no voy por ahí inventándome a mis tíos. Lo más complicado era encontrar el momento adecuado y hacerlo sin que nadie se percatase. Estábamos en el velatorio de Manuel, otro de mis tíos que en paz descanse,y no podía ir por ahí con mi teléfono apuntando con descaro al personal. Mamerto se movía de un lado para otro, sin descanso, saludando efusivamente y dando muchas opiniones peregrinas. La sala del tanatorio estaba abarrotada por mucho primo y mucha prima, y yo arrastraba los pies en esa atmósfera luctuosa, y sentía mucha pena por ver cómo se marchan aquéllos a los que más queremos. Este dolor, que me venía de natural y cuya intensidad quería atesorar para mi catálogo de experiencias abrumadoras, se interrumpía a menudo por la impaciencia de fotografiar a mi tío. Entre apretones de manos y besos a parientes lejanos desconocidos, entre palabras de consuelo con el gesto contraído y otros menesteres propios de un funeral, me hallaba sacando el móvil del bolsillo y ensayando el disparo de reojo.
En las
comidas familiares, llegando a ese punto en el que ya no hay más que
añadir, mi hermano y yo recurrimos a la rutina de imitar a nuestro tío.
Hemos desarrollado la habilidad de dar circunloquios alrededor
de este tipo de ligerezas con tal de no arriesgarnos a
entrar en lo personal. La risa que nos provoca recordar su carácter hiperbólico es
un salvavidas tan efectivo que difícilmente podría señalar una sola
de las preocupaciones que aquejan a mi familia. Creo que
todos preferimos que sea así. Se duerme mejor.
Durante todo este
tiempo en el que no supe nada de mi tío, no obstante, me
acostumbré a hablar de él casi con cualquiera a quién quisiera entretener.
Enumerando sus exageraciones (llegó a trocear un queso manchego entero
como aperitivo en una tarde en que mis padres fueron a visitarle), inventándome
en su nombre menús pantagruélicos (un espeto de atunes para merendar, una
vaca frita de desayuno…), imitando su voz nasal y sus resoplidos al
hablar y remedando los apelativos nada cariñosos con los que se refería a
casi cualquiera al que mentase – Ramonín era un matao y su
amigo el Bellido un pelapollas jarto de vino
fino - acabé por convertir a mi tío en un personaje de chiste del
que todos mis amigos acabaron sabiendo.
Así que, cuando hace unas semanas volví a verlo, se me ocurrió que tenía que hacerle una foto para refrendar que yo no voy por ahí inventándome a mis tíos. Lo más complicado era encontrar el momento adecuado y hacerlo sin que nadie se percatase. Estábamos en el velatorio de Manuel, otro de mis tíos que en paz descanse,y no podía ir por ahí con mi teléfono apuntando con descaro al personal. Mamerto se movía de un lado para otro, sin descanso, saludando efusivamente y dando muchas opiniones peregrinas. La sala del tanatorio estaba abarrotada por mucho primo y mucha prima, y yo arrastraba los pies en esa atmósfera luctuosa, y sentía mucha pena por ver cómo se marchan aquéllos a los que más queremos. Este dolor, que me venía de natural y cuya intensidad quería atesorar para mi catálogo de experiencias abrumadoras, se interrumpía a menudo por la impaciencia de fotografiar a mi tío. Entre apretones de manos y besos a parientes lejanos desconocidos, entre palabras de consuelo con el gesto contraído y otros menesteres propios de un funeral, me hallaba sacando el móvil del bolsillo y ensayando el disparo de reojo.
La
mujer del muerto, mi tía Antoñita, daba grandes suspiros y se acercaba a la
vitrina donde se exponía al desafortunado protagonista para acariciarlo con su
mirada por última vez. Me decía “míralo niño, parece que al fin
descansa después de tanto padecer”. Y mi pecho se
encogía al verla despedirse de su esposo. Momentos tan íntimos e intensos
no deberían esfumarse por la veleidosa urgencia de tomar una foto.
Pero eso fue lo que ocurrió de nuevo cuando mi tío Mamerto se
acercó a su hermana para acodarse a su lado, de espaldas a la vitrina
y dándome la cara. No había nadie entre nosotros y no iba a encontrar mejor
ocasión para el retrato. Así que saqué el teléfono del bolsillo del
pantalón, dejé caer el brazo y pulsé el botón. Guardé de
nuevo el móvil, como si sólo lo hubiera sacado para airearlo. Poco
después, se llevaron a mi tío Manuel al crematorio y yo me despedí de todos, otra
vez embargado de pesar, sabiendo que no volvería a ver a muchos de
aquéllos hasta el próximo entierro, si es que acaso no sería uno de ellos
(nosotros) el que estaría detrás del cristal.
Cuando
llegué a casa y busqué la foto en el móvil, comprobé que el encuadre
era casualmente bueno. Había logrado tomar una triste
estampa con mis tíos Antoñita y Mamerto juntos, en plano
americano. Con cierta sorpresa, descubrí que el reflejo del
flash en la vitrina ocultaba el rostro de mi tío Manuel, con
quien no contaba en la foto y que permanecía impertérrito en su ataúd. Volví
a mirar las caras de mis tíos y fue entonces cuando me
percaté de que Mamerto, iluminado por un flash que no debía
haber saltado y mirando muy fijamente a la cámara, decía
con sus cegadas pupilas rojas: “Mira tú, otro gilipollas más".
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