Cuando no ocurría de manera más o menos
improvisada, en mitad de una noche partida repentinamente en dos, la mujer prefería
sentarse con su bebé en la butaca de piel cuarteada, frente a la ventana del
salón. Durante muchos meses, dio a su hijo de mamar mientras se entretenía
mirando a los transeúntes por la rendija que dejaba entre las cortinas. Se
mecía con parsimonia e invitaba al bebé a tomar más leche susurrándole siempre
al oído: “así se hace, muy bien, mi
pequeño, sigue así, un poquito más, así me gusta…”, hasta que una gota
amarillenta y densa se escapaba de entre los labios del niño, resbalaba
dubitativa por la barbilla y anunciaba que, aunque el ansia pidiera seguir, el
estómago no daba más de sí.
En un hostal pequeño de un pueblo también
pequeño, en una habitación malamente iluminada de ventanas escuetas y visillos
desgastados, el chico y la muchacha se desvestían con lentitud. Se tocaban con
la delicadeza dubitativa de los primeros encuentros, esos en los que cada
movimiento forma parte de una coreografía improvisada que no admite atropellos.
Tumbado sobre las ásperas sábanas de la cama, el chico se extasió por primera
vez frente al cuerpo desnudo de la muchacha. Trazaba con la mano el camino
caprichoso de sus lunares, enroscaba divertido un dedo en los rizos morenos de
su pubis y repasaba con caricias la areola de sus tetas. Después de besarle en
los labios, el chico deslizó su lengua por el mentón, hizo un charquito de
saliva en el hueco del cuello y siguió bajando cada vez con más premura y menos
sigilo hasta un pezón. “Sigue así, eso me
gusta, así se hace, muy bien, un poquito más”, dijo ella, y a él le
entraron ganas de beber leche. El pezón se le antojó menos apetecible, sin
saber muy bien por qué, pero lo chupó con más brío por no dejar que se notase
la distracción. “¡Ay!” se quejó la
muchacha y él levantó su mirada para disculparse, como un crío alzando la vista
para pedir perdón por sus enredos. Hicieron el amor muchas veces aquel fin de
semana y cada vez que la chica se moría de placer, al chico se le venía a la mente
su madre.
Desde la barra de latón de esta cafetería
antigua, el hombre observa a los transeúntes caminar por la calle. Sentado al lado
de esta amiga que tanto le gusta, le cuenta con una sonrisa la historia de una
muchacha cuya locuacidad en la cama le arruinaba la pasión. El hombre sabe que
hablar de aventuras antiguas no le ayuda en su propósito, pero no encuentra
mejor manera de pedirle, entre bromas y circunloquios, que guarde silencio el
día en el que finalmente acaben en una cama.
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