martes, noviembre 08, 2016

Leche


Cuando no ocurría de manera más o menos improvisada, en mitad de una noche partida repentinamente en dos, la mujer prefería sentarse con su bebé en la butaca de piel cuarteada, frente a la ventana del salón. Durante muchos meses, dio a su hijo de mamar mientras se entretenía mirando a los transeúntes por la rendija que dejaba entre las cortinas. Se mecía con parsimonia e invitaba al bebé a tomar más leche susurrándole siempre al oído: “así se hace, muy bien, mi pequeño, sigue así, un poquito más, así me gusta…”, hasta que una gota amarillenta y densa se escapaba de entre los labios del niño, resbalaba dubitativa por la barbilla y anunciaba que, aunque el ansia pidiera seguir, el estómago no daba más de sí.

En un hostal pequeño de un pueblo también pequeño, en una habitación malamente iluminada de ventanas escuetas y visillos desgastados, el chico y la muchacha se desvestían con lentitud. Se tocaban con la delicadeza dubitativa de los primeros encuentros, esos en los que cada movimiento forma parte de una coreografía improvisada que no admite atropellos. Tumbado sobre las ásperas sábanas de la cama, el chico se extasió por primera vez frente al cuerpo desnudo de la muchacha. Trazaba con la mano el camino caprichoso de sus lunares, enroscaba divertido un dedo en los rizos morenos de su pubis y repasaba con caricias la areola de sus tetas. Después de besarle en los labios, el chico deslizó su lengua por el mentón, hizo un charquito de saliva en el hueco del cuello y siguió bajando cada vez con más premura y menos sigilo hasta un pezón. “Sigue así, eso me gusta, así se hace, muy bien, un poquito más”, dijo ella, y a él le entraron ganas de beber leche. El pezón se le antojó menos apetecible, sin saber muy bien por qué, pero lo chupó con más brío por no dejar que se notase la distracción. “¡Ay!” se quejó la muchacha y él levantó su mirada para disculparse, como un crío alzando la vista para pedir perdón por sus enredos. Hicieron el amor muchas veces aquel fin de semana y cada vez que la chica se moría de placer, al chico se le venía a la mente su madre.

Desde la barra de latón de esta cafetería antigua, el hombre observa a los transeúntes caminar por la calle. Sentado al lado de esta amiga que tanto le gusta, le cuenta con una sonrisa la historia de una muchacha cuya locuacidad en la cama le arruinaba la pasión. El hombre sabe que hablar de aventuras antiguas no le ayuda en su propósito, pero no encuentra mejor manera de pedirle, entre bromas y circunloquios, que guarde silencio el día en el que finalmente acaben en una cama.

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