martes, noviembre 29, 2016

Espejo Mágico

       Andrés había ahorrado durante meses para comprar un espejo mágico. Desde que lo viera en un programa de tele-tienda, en una de sus innumerables noches en vela, quiso aquel espejo al que podría preguntar quién era el más guapo del barrio, más que nada por confirmar lo que ya suponía. Andrés había echado muchos años de gimnasio para moldear unos músculos de escultura griega. Ponía especial celo en su cuidado personal: se trataba el cutis con las mejores lociones, perfilaba sus cejas en cuanto un vello escapaba del perímetro de la decencia y mantenía su pelo a raya con ungüentos subyugantes. Andrés también se había operado de la miopía, no para ver mejor sino para quitarse unas gafas que le hacían los ojos muy pequeños. Se sometía a blanqueamientos dentales como el que va al bar de abajo y tomaba pastillas para que sus ojeras no pareciesen dos solapas negras cayendo sobre las mejillas. Andrés se untaba en cremas y tenía una piel tan suave como la espalda de una rana. En verano se cuidaba de tomar el sol sin protector y en invierno disfrutaba con un soplo de viento gélido que le estirase las patas de gallo. Además, estudiaba con denuedo cada revista de moda y luego se iba de tiendas para encontrar el modelito más actual. Andrés, en resumen, estaba hecho un pincel.
Ese día madrugó para ponerse bien guapo. Un sms del distribuidor le informó la tarde anterior de que su paquete llegaría a primera hora de la mañana. Tomó un desayunito frugal de fibras y frutas. Se duchó y se enjabonó con metódica obsesión. Se afeitó, primero hacia abajo y luego hacia arriba. Se perfumó. Se peinó, bien engominado. Se puso ropa sin estrenar, tan moderna que parecía recién salido de una película antigua. No iba a dejar que, por un descuido, se le estropease la experiencia con su espejo nuevo.
Cuando el repartidor de SEUR le entregó el espejo en la puerta de su casa, Andrés estaba ya tan nervioso que poco faltó para que lo destrozase en el corto trayecto hasta la habitación. Por suerte, el paquete venía bien embalado y los trompazos los amortiguaba el corcho que lo cubría. Esto no impedía que, a cada golpe, el espejo se quejase con firmeza: “Ay, ay, tenga usted cuidado” le decía, “que no soy de piedra”. Y Andrés se reía por lo bajinis, ji ji ji, contentísimo con escuchar al espejo opinando antes de sacarlo de su caja.
Lo colocó en una esquina de su habitación, convenientemente girado para que la luz del ventanal le llegase sesgada, evitando las sombras y buscando la iluminación natural de los reportajes del Men’s Health. Se aclaró la voz con un carraspeo y preguntó:
- Espejito, espejito ¿quién es el más bello de la barriada?
El espejo se tomó un tiempo y, tras varios crujidos del marco de madera de pino, contestó con tajante voz de barítono:
- No me atrevo con los juicios impepinables, señor. La belleza es cosa subjetiva. Ya dijo George Sand que la belleza exterior no es más que el encanto de un instante y que la apariencia del cuerpo no siempre es el reflejo del alma.
Andrés se quedó estupefacto frente al espejo, pues no esperaba esa respuesta, así que insistió:
- Espejito, espejito ¿pero no es verdad que yo soy el más guapo de toda esta parte de la ciudad?
- La razón se compone de verdades que hay que decir y verdades que hay que callar - Respondió el espejo, sin atender al gesto de contrariedad que asomaba en el rostro de Andrés.
- Pero ¿qué mierda de espejo mágico eres tú? Ya me parecía a mí que costabas muy poco como para ser un espejo mágico decente - Dijo Andrés con fastidio.
- Donde hay educación no hay distinción de clases.
- Ni educación ni hostias. Dime quién es el más guapo de todo Legazpi o te calzo un puñetazo que te enseño a contestar - Amenazó Andrés bastante alterado y con el puño ya apretado.
- La violencia es el último recurso del incompetente – alcanzó a decir el espejo justo antes de que un certero golpe de púgil lo partiese en dos.
Entonces la mitad izquierda del espejo dijo con voz más aguda:
- Lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia.
Y la mitad derecha añadió con timbre de tenor:
- Ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego.
Andrés andaba perdiendo la compostura mientras las dos partes del espejo se enzarzaban en una acalorada argumentación sobre los orígenes de la violencia. En un momento en que la mitad izquierda del espejo citaba las palabras de Martin Luther King, Andrés interrumpió con calma forzada, intentando volver a centrar la conversación:
- De verdad que siento haberos dado un golpe. Pero es que yo he pagado para que me contestéis. ¿No soy acaso el más guapo de por aquí?
- Mire, señor, usted ha creado un cisma, partiendo en dos lo que era uno, todo un cataclismo para un espejo. Entenderá que no nos vamos a enredar ahora con adulaciones. Sea usted guapo o no, que eso ha dejado de tener importancia frente a un asunto de más calado como el que nos atañe, lo que sí le recomendaría es que se curase la herida que se ha hecho en el puño.
- No estaría de más, es cierto. - apuntó el lado derecho - Además, a pesar de lo que acaba de indicar mi otra mitad, le haré notar que una mano sanguinolenta no ayuda a realzar la belleza de nadie, pues añade un toque siniestro que echa bastante para atrás, la verdad.
Andrés, visiblemente alterado, le dio un puntapié al espejo, que se volvió a quebrar. Y luego le atizó un cabezazo que lo rompió en varios trozos más. Multitud de vocecitas atipladas se elevaron desde el marco de madera, todas clamando por el fin de la violencia.
-¡La agresividad contra el frágil destapa la más despreciable de las facetas del hombre! ¡El fascismo de la belleza no nos obligará a cambiar de opinión! ¡Nada es más detestable que el feo vicio de la sinrazón! Es usted realmente feo. Más feo que una rata. El más asqueroso de los hombres, por mucho empeño que ponga en arreglarse como un lechuguino.
Mientras las vocecitas se unían en un solo clamor de gritos fragmentados, Andrés, con el puño y la frente sangrando, había ido al desván y había regresado empuñando un martillo. Con furia desatada, se lio a porrazos con el espejo y a cada golpe los gritos se multiplicaban, primero por cientos y luego por miles. Después, fue a la cocina a por una escoba y barrió todos los pedazos. La bolsa donde los echó era un runrún tumultuoso que no callaba. Bajó a la tirar la bolsa en un contenedor que se transformó en un altavoz a favor de la abolición de lo aparente y contra la dictadura de lo físico. Volvió a subir las escaleras a grandes zancadas, intentando no pensar y conteniendo las lágrimas, con el sabor de la contrariedad agarrado a la garganta. Entró en casa y fue corriendo al baño, donde se miró en el viejo espejo lleno de picaduras que había sobre el lavabo. La sangre manaba con ganas del corte en la frente, chorreaba por su rostro recién afeitado y goteaba sobre la loza, donde se deslizaba haciendo meandros hasta el desagüe. Observando su malogrado reflejo, preguntó con voz temblorosa:
- Espejo mío, en el que tantas veces me he mirado, ¿no es verdad que tú siempre pensaste que yo era el más guapo?
El espejo no contestó.
- ¿No me vas a contestar? - Volvió a preguntar. - ¿También crees que soy un asco?
- No sé, Andrés. - contestó el espejo. - Yo no he visto a mucha gente y tampoco tengo mucho que decir, soy un espejo barato. A mí no me pareces feo, pero esa raja en la cara no te no favorece nada, las cosas como son.
Andrés se echó a llorar, incapaz de aguantar por más tiempo. Quizás habría sido mejor no preguntar y ahora que lo había hecho, querría no haber oído la respuesta. Si algo había aprendido de esta lección, es que tendría que haber ahorrado más para comprar un espejo de los buenos, uno de los que dicen la verdad.

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