Andrés había ahorrado durante
meses para comprar un espejo mágico. Desde que lo viera en un programa de
tele-tienda, en una de sus innumerables noches en vela, quiso aquel espejo al
que podría preguntar quién era el más guapo del barrio, más que nada por
confirmar lo que ya suponía. Andrés había echado muchos años de gimnasio para moldear
unos músculos de escultura griega. Ponía especial celo en su cuidado personal:
se trataba el cutis con las mejores lociones, perfilaba sus cejas en cuanto un
vello escapaba del perímetro de la decencia y mantenía su pelo a raya con
ungüentos subyugantes. Andrés también se había operado de la miopía, no para
ver mejor sino para quitarse unas gafas que le hacían los ojos muy pequeños. Se
sometía a blanqueamientos dentales como el que va al bar de abajo y tomaba
pastillas para que sus ojeras no pareciesen dos solapas negras cayendo sobre las
mejillas. Andrés se untaba en cremas y tenía una piel tan suave como la espalda
de una rana. En verano se cuidaba de tomar el sol sin protector y en invierno
disfrutaba con un soplo de viento gélido que le estirase las patas de gallo. Además,
estudiaba con denuedo cada revista de moda y luego se iba de tiendas para encontrar
el modelito más actual. Andrés, en resumen, estaba hecho un pincel.
Ese día madrugó para ponerse
bien guapo. Un sms del distribuidor le informó la tarde anterior de que su
paquete llegaría a primera hora de la mañana. Tomó un desayunito frugal de
fibras y frutas. Se duchó y se enjabonó con metódica obsesión. Se afeitó,
primero hacia abajo y luego hacia arriba. Se perfumó. Se peinó, bien
engominado. Se puso ropa sin estrenar, tan moderna que parecía recién salido de
una película antigua. No iba a dejar que, por un descuido, se le estropease la
experiencia con su espejo nuevo.
Cuando el repartidor de SEUR le
entregó el espejo en la puerta de su casa, Andrés estaba ya tan nervioso que poco
faltó para que lo destrozase en el corto trayecto hasta la habitación. Por
suerte, el paquete venía bien embalado y los trompazos los amortiguaba el
corcho que lo cubría. Esto no impedía que, a cada golpe, el espejo se quejase
con firmeza: “Ay, ay, tenga usted cuidado” le decía, “que no soy de piedra”. Y
Andrés se reía por lo bajinis, ji ji ji, contentísimo con escuchar al espejo
opinando antes de sacarlo de su caja.
Lo colocó en una esquina de su
habitación, convenientemente girado para que la luz del ventanal le llegase
sesgada, evitando las sombras y buscando la iluminación natural de los
reportajes del Men’s Health. Se aclaró la voz con un carraspeo y preguntó:
- Espejito, espejito ¿quién es
el más bello de la barriada?
El espejo se tomó un tiempo y,
tras varios crujidos del marco de madera de pino, contestó con tajante voz de barítono:
- No me atrevo con los juicios impepinables,
señor. La belleza es cosa subjetiva. Ya dijo George Sand que la belleza exterior
no es más que el encanto de un instante y que la apariencia del cuerpo no
siempre es el reflejo del alma.
Andrés se quedó estupefacto
frente al espejo, pues no esperaba esa respuesta, así que insistió:
- Espejito, espejito ¿pero no es
verdad que yo soy el más guapo de toda esta parte de la ciudad?
- La razón se compone de
verdades que hay que decir y verdades que hay que callar - Respondió el espejo,
sin atender al gesto de contrariedad que asomaba en el rostro de Andrés.
- Pero ¿qué mierda de espejo
mágico eres tú? Ya me parecía a mí que costabas muy poco como para ser un
espejo mágico decente - Dijo Andrés con fastidio.
- Donde hay educación no hay
distinción de clases.
- Ni educación ni hostias. Dime
quién es el más guapo de todo Legazpi o te calzo un puñetazo que te enseño a
contestar - Amenazó Andrés bastante alterado y con el puño ya apretado.
- La violencia es el último
recurso del incompetente – alcanzó a decir el espejo justo antes de que un
certero golpe de púgil lo partiese en dos.
Entonces la mitad izquierda del
espejo dijo con voz más aguda:
- Lo que se obtiene con
violencia, solamente se puede mantener con violencia.
Y la mitad derecha añadió con
timbre de tenor:
- Ojo por ojo y todo el mundo
acabará ciego.
Andrés andaba perdiendo la
compostura mientras las dos partes del espejo se enzarzaban en una acalorada
argumentación sobre los orígenes de la violencia. En un momento en que la mitad
izquierda del espejo citaba las palabras de Martin Luther King, Andrés
interrumpió con calma forzada, intentando volver a centrar la conversación:
- De verdad que siento haberos
dado un golpe. Pero es que yo he pagado para que me contestéis. ¿No soy acaso
el más guapo de por aquí?
- Mire, señor, usted ha creado
un cisma, partiendo en dos lo que era uno, todo un cataclismo para un espejo. Entenderá
que no nos vamos a enredar ahora con adulaciones. Sea usted guapo o no, que eso
ha dejado de tener importancia frente a un asunto de más calado como el que nos
atañe, lo que sí le recomendaría es que se curase la herida que se ha hecho en
el puño.
- No estaría de más, es cierto.
- apuntó el lado derecho - Además, a pesar de lo que acaba de indicar mi otra
mitad, le haré notar que una mano sanguinolenta no ayuda a realzar la belleza
de nadie, pues añade un toque siniestro que echa bastante para atrás, la verdad.
Andrés, visiblemente alterado,
le dio un puntapié al espejo, que se volvió a quebrar. Y luego le atizó un
cabezazo que lo rompió en varios trozos más. Multitud de vocecitas atipladas se
elevaron desde el marco de madera, todas clamando por el fin de la violencia.
-¡La agresividad contra el frágil
destapa la más despreciable de las facetas del hombre! ¡El fascismo de la
belleza no nos obligará a cambiar de opinión! ¡Nada es más detestable que el
feo vicio de la sinrazón! Es usted realmente feo. Más feo que una rata. El más
asqueroso de los hombres, por mucho empeño que ponga en arreglarse como un
lechuguino.
Mientras las vocecitas se unían
en un solo clamor de gritos fragmentados, Andrés, con el puño y la frente
sangrando, había ido al desván y había regresado empuñando un martillo. Con
furia desatada, se lio a porrazos con el espejo y a cada golpe los gritos se
multiplicaban, primero por cientos y luego por miles. Después, fue a la cocina
a por una escoba y barrió todos los pedazos. La bolsa donde los echó era un
runrún tumultuoso que no callaba. Bajó a la tirar la bolsa en un contenedor que
se transformó en un altavoz a favor de la abolición de lo aparente y contra la
dictadura de lo físico. Volvió a subir las escaleras a grandes zancadas, intentando
no pensar y conteniendo las lágrimas, con el sabor de la contrariedad agarrado
a la garganta. Entró en casa y fue corriendo al baño, donde se miró en el viejo
espejo lleno de picaduras que había sobre el lavabo. La sangre manaba con ganas
del corte en la frente, chorreaba por su rostro recién afeitado y goteaba sobre
la loza, donde se deslizaba haciendo meandros hasta el desagüe. Observando su malogrado
reflejo, preguntó con voz temblorosa:
- Espejo mío, en el que tantas
veces me he mirado, ¿no es verdad que tú siempre pensaste que yo era el más
guapo?
El espejo no contestó.
- ¿No me vas a contestar? -
Volvió a preguntar. - ¿También crees que soy un asco?
- No sé, Andrés. - contestó el
espejo. - Yo no he visto a mucha gente y tampoco tengo mucho que decir, soy un
espejo barato. A mí no me pareces feo, pero esa raja en la cara no te no
favorece nada, las cosas como son.
Andrés se echó a llorar, incapaz
de aguantar por más tiempo. Quizás habría sido mejor no preguntar y ahora que lo
había hecho, querría no haber oído la respuesta. Si algo había aprendido de
esta lección, es que tendría que haber ahorrado más para comprar un espejo de
los buenos, uno de los que dicen la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario