La primavera, además de alergias y resfriados, del entusiasmo por las terrazas o de la inquietante agitación que provoca la frescura sugestiva de las mozas, trae consigo la tarea de aplicarse en la declaración de la renta.
Este año también ha coincidido la Semana Santa con la obligación del diezmo para paganos y píos. Vaya mezcla. Me entrego al cálculo del IRPF y ya me ando lamentando de no conocer más rezos, pues algo de fe en el Gran Chiste podría ganarme una reducción en lo que a pagar se refiere. Con recelo místico voy rellenando las casillas que detallan lo que he ganado, lo que tengo y lo que debo. No me importa pagar. Significa que al menos tengo un sueldo. Ya quisieran otros poder hacerlo.
Pero llegamos a la cruz, no la del Gólgota, sino la de la aportación a los de la sotana, y me enfurezco con más inquina por estar en plena vorágine cofrade. Ay. Me palpita la sien. Me pregunto yo a cuento de qué se me sugiere la posibilidad de arrearle parte de mis cuartos a esos jetas. En base a qué, en un estado aconfesional como el nuestro, tengo que contribuir a los miles de millones que ya se les sueltan por la puta cara. Cuando alguien marca esa cruz, elude el precepto cristiano de compartir con todos para entregárselo a los que siguen la proselitista voz de su amo. Ese dinero que le dan al clero se lo están quitando a los que no coincidimos con sus fantasías de más allá.
Qué oscuro poder ha de concitar la iglesia en un estado para que éste falte flagrantemente a su constitución. Siempre blandiendo la amenaza y recordando el castigo. Y cada año, además, salen a enseñarnos el rostro luctuoso y siniestro de Jesús. Si Dios hizo eso con su propio hijo, intentan decirnos, qué no hará contigo. Tanta sangre, tanta casquería y tanto lamento parecen querer recordarnos “pon tú la cruz, que siempre será mejor a que te la pongamos nosotros”. Nunca una cruz, o dos, fueron tan rentables.
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