El diccionario de la RAE define coprolalia como la “tendencia patológica a proferir obscenidades”. De lo que no habla es de las causas que llevan a alguien a pasar el día lanzando exabruptos y vulgaridades, practicando un lenguaje arrabalero, blasfemo, soez y pobre.
Yo, en mi afán ególatra por descubrir el mundo exterior a través de la introspección, he localizado con bastante precisión una de las fuentes de tamaña enfermedad: el ámbito laboral en tiempos de crisis. Y de tal modo, me encuentro levantándome con el mal sabor de boca que produce despertarse con un juramento en la boca. A lo largo del día invierto mucha energía en la composición de vergonzantes sonetos en hebreo y me acuesto repasando el santoral, la actitud atea que más se aproxima al rezo del rosario.
Y es que trabajar en una saneada empresa española, con elevados índices de rentabilidad, objeto de discursos laudatorios en foros económicos y desmesuradas proyecciones internacionales produce una halitosis verbal que no cura una caja de Juanolas.
Vivir bajo el acoso de gerentes inútiles que azuzan sus látigos para castigar orgullos habitualmente magullados genera un malestar muy profundo. Esos trápalas a los que he perdido el poco respeto que tenía se han subido al patinete del progreso y para joder al prójimo se escudan en consignas precocinadas a las que ha dado credibilidad una gigantesca crisis económica y moral. (Empieza a calentárseme el paladar). Algunos de estos desgraciados venden mentiras, despiden al personal y recortan derechos amparados por el funesto panorama nacional.
Nos obligan a beber su pócima preparada a base de catastrofismo, avaricia, unas gotas de sadismo y bastante mierda. Y todo eso provoca depresión, humillación y ardor de estómago. Y aunque no cure la úlcera, al final la única medicina válida que queda, una que no cura pero calma, es mirar al suelo y musitar “me cago en su puta madre”. ¿Una patología? Al final, como siempre, la culpa será nuestra.
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