Si ya es difícil abrazar la inmensidad poliédrica de la realidad (con sus altos y sus bajos, sus alegrías y sus decepciones), la tarea se muestra titánica si se emprende el camino de la comprensión bajo la opresiva pero dulce embriaguez de los destilados. El ron y el güisqui disparan tanto la locuacidad como embrollan el ovillo de la percepción, y uno termina enredándose indefectiblemente en discursos ontológicos de a doce euros la botella.
En una de ésas me vi hace unos días. Aislado en una casa de campo, con lo indispensable para la supervivencia (alcohol, hielo y patatas fritas), y reunido con trece espíritus libres, comenzaba a percibir que a pesar de las circunstancias particulares de cada uno, y del ambiente festivo reinante, todos tendíamos ya a insinuar un apocalíptico desencanto treintañero. Expresada de distintas formas (suspiros, impaciencias, eructos, risas y temblores) todos parecíamos encaminarnos hacia la aceptación de lo evidente: la rutina da un poquito de asco. Acaso sea el gen del inconformismo, particularmente activo en los herederos de la clase media acomodada, pero la impresión era que ninguno de nosotros esperaba tal mediocridad de la vida. Una vida de trabajo, aislamiento forzado, alejamiento y pérdida.
Aun así, ese estado en el que la metáfora y la fantasía parecen unirse a la realidad en un magma uniforme muy accesible no tardó en llegar. No era mística o intelectualidad, era más bien un colocón de campeonato. Y al hilo de tanta reflexión, la ansiada respuesta a esta zozobra la encontramos en la transmutación del hombre en mono. Ahí sentado en una rama, sin aspiraciones, sin la angustia que genera la conciencia, abandonado a la primitiva y blanda relajación de no pretender nada más que comer plátanos y masturbarse en público, para gozo de documentalistas de televisión de pago.
Aquiescencia. Aplausos. Regocijo general.
Acaso Jane Goodall hallase cierto encanto en rodearse de gorilas, con su comunicación gutural y primitiva, pero los trece dipsómanos que estábamos encerrados en una casa rural teníamos serias dudas sobre que la solución a nuestros infortunios diarios, tras un rato de ingenuidad etílica, la encontrásemos en pertenecer a esa especie. Tengo la certeza de que la inconsciencia le proporciona al simio una vida tan grata como irracional, sin grandes dudas más allá de la búsqueda de alimento y de la cópula sin sofisticación…
Lo que un primate no puede afirmar, porque no puede afirmar, es que habría renunciado a esa desidia si sólo le hubiesen dado la oportunidad de leer a Dostoievski o a Vonnegut, o de ver El Padrino o un cuadro de Rothko o de escuchar a Mozart o a Nick Drake. A esto se le llama diletancia, y parece ser el germen del amor por la vida, más allá del instinto de supervivencia, de origen remoto pero incompatible con madrugar, ya siempre quieres morirte cuando suena el despertador.
La lucha empresarial, el dolor de muelas o el desafecto se superan con el placer de entregarse a las más diversas tareas de la razón… Si me lamento de los impedimentos que impone la rutina en mi camino hacia el hedonismo es porque incluso en esa queja encuentro cierta satisfacción. Y si bien es cierto que doy excesiva importancia a tanta calamidad, encuentro muchos más motivos para el gozo entre las páginas de algunas novelas, en una canción o en el cine. Disfruto amando a mi novia, zampándome un bocadillo de chorizo con queso o durmiendo bajo un árbol, contemplando embelesado la redondez de la luna… Razones suficientes para renunciar a la aparente placidez en la que viven los bonobos.
Pero esas no eran las circunstancias. Estábamos de fiesta, en una celebración exagerada de la sinrazón. Y había que dejarse llevar para encontrar el placer en el lujo de gritar y golpearse el pecho. Disfrutando del momento viviendo como monos.
En una de ésas me vi hace unos días. Aislado en una casa de campo, con lo indispensable para la supervivencia (alcohol, hielo y patatas fritas), y reunido con trece espíritus libres, comenzaba a percibir que a pesar de las circunstancias particulares de cada uno, y del ambiente festivo reinante, todos tendíamos ya a insinuar un apocalíptico desencanto treintañero. Expresada de distintas formas (suspiros, impaciencias, eructos, risas y temblores) todos parecíamos encaminarnos hacia la aceptación de lo evidente: la rutina da un poquito de asco. Acaso sea el gen del inconformismo, particularmente activo en los herederos de la clase media acomodada, pero la impresión era que ninguno de nosotros esperaba tal mediocridad de la vida. Una vida de trabajo, aislamiento forzado, alejamiento y pérdida.
Aun así, ese estado en el que la metáfora y la fantasía parecen unirse a la realidad en un magma uniforme muy accesible no tardó en llegar. No era mística o intelectualidad, era más bien un colocón de campeonato. Y al hilo de tanta reflexión, la ansiada respuesta a esta zozobra la encontramos en la transmutación del hombre en mono. Ahí sentado en una rama, sin aspiraciones, sin la angustia que genera la conciencia, abandonado a la primitiva y blanda relajación de no pretender nada más que comer plátanos y masturbarse en público, para gozo de documentalistas de televisión de pago.
Aquiescencia. Aplausos. Regocijo general.
Acaso Jane Goodall hallase cierto encanto en rodearse de gorilas, con su comunicación gutural y primitiva, pero los trece dipsómanos que estábamos encerrados en una casa rural teníamos serias dudas sobre que la solución a nuestros infortunios diarios, tras un rato de ingenuidad etílica, la encontrásemos en pertenecer a esa especie. Tengo la certeza de que la inconsciencia le proporciona al simio una vida tan grata como irracional, sin grandes dudas más allá de la búsqueda de alimento y de la cópula sin sofisticación…
Lo que un primate no puede afirmar, porque no puede afirmar, es que habría renunciado a esa desidia si sólo le hubiesen dado la oportunidad de leer a Dostoievski o a Vonnegut, o de ver El Padrino o un cuadro de Rothko o de escuchar a Mozart o a Nick Drake. A esto se le llama diletancia, y parece ser el germen del amor por la vida, más allá del instinto de supervivencia, de origen remoto pero incompatible con madrugar, ya siempre quieres morirte cuando suena el despertador.
La lucha empresarial, el dolor de muelas o el desafecto se superan con el placer de entregarse a las más diversas tareas de la razón… Si me lamento de los impedimentos que impone la rutina en mi camino hacia el hedonismo es porque incluso en esa queja encuentro cierta satisfacción. Y si bien es cierto que doy excesiva importancia a tanta calamidad, encuentro muchos más motivos para el gozo entre las páginas de algunas novelas, en una canción o en el cine. Disfruto amando a mi novia, zampándome un bocadillo de chorizo con queso o durmiendo bajo un árbol, contemplando embelesado la redondez de la luna… Razones suficientes para renunciar a la aparente placidez en la que viven los bonobos.
Pero esas no eran las circunstancias. Estábamos de fiesta, en una celebración exagerada de la sinrazón. Y había que dejarse llevar para encontrar el placer en el lujo de gritar y golpearse el pecho. Disfrutando del momento viviendo como monos.
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