Encontró el libro un verano. En otoño estaba ya amarillento y cuando quiso empezar a leerlo, las hojas comenzaron a caer en un lánguido balanceo descendente. Cuando llegó el invierno, las pastas estaban frías y las letras, en el suelo, aparecían desvaídas en sus páginas. Esperó, paciente, a que llegase la primavera. Confiaba en que saliesen nuevas hojas cargadas de letras florecientes. Aguardaba con el nerviosismo contenido que se respira en las salas de espera de los hospitales. Pero del libro no salió nada, porque toda aquella fantasía de libros y el paso de las estaciones no tenía más causa que un encuadernado tristemente pobre.
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