La expresión de la felicidad, la pena, la indignación o el entusiasmo parece inherente al carácter histriónico de los gobernantes. La suplantación por gestos vacíos aunque muy significativos de los sentimientos que a los demás nos mueven pesa en ocasiones mucho más que la carga intelectual del mensaje político. La representación gestual que visten con tanto descaro abruma cuando se usa en demasía, y particularmente enerva cuando detrás de tan sentida pasión se esconde un cinismo sin margen.
Me hastían las personas que llevan los sentimientos hasta el límite o que independientemente del momento emocional que vivan se obstinan en parecer inalterables. Pero al fin y al cabo cada uno es libre de ir aparentando el papel que quiera, siempre que sea felizmente aceptado por los que lo rodean. Lo anterior no justifica, empero, que la crónica política sea cada día un baile de máscaras. Primero, porque los políticos no son personas anónimas y sus acciones nos involucran a todos. Segundo, más importante, porque cuando un político finge oculta la realidad con una lamentable pantomima. Y precisamente lo que se le exige a un político es honradez y sinceridad, de tal manera que sentimientos tan enconados como la indignación constante, el optimismo incansable, la condescendencia perpetua o la soberbia recalcitrante apestan a impostura y a mentira.
Lo que provoca urticaria son esos artificios desplegados a la puerta de un tribunal. En tiempos judicialmente procelosos, los políticos se fotografían con amplias sonrisas, trasuntos de sorna mal camuflada, defendiendo su inocencia, riéndose del engaño al que nos someten. Lo que no da risa es la falta de vergüenza. Si actúan como políticos, merecen el escarnio público y la defenestración gubernamental. Si lo hacen como actores, su desfachatez no depara más que una tomatada y una bronca monumental. El que aplaude tamaños fraudes entrando en su juego se convierte en sospechoso.
Qué triste espectáculo es éste en el que se ha convertido la democracia.
Me hastían las personas que llevan los sentimientos hasta el límite o que independientemente del momento emocional que vivan se obstinan en parecer inalterables. Pero al fin y al cabo cada uno es libre de ir aparentando el papel que quiera, siempre que sea felizmente aceptado por los que lo rodean. Lo anterior no justifica, empero, que la crónica política sea cada día un baile de máscaras. Primero, porque los políticos no son personas anónimas y sus acciones nos involucran a todos. Segundo, más importante, porque cuando un político finge oculta la realidad con una lamentable pantomima. Y precisamente lo que se le exige a un político es honradez y sinceridad, de tal manera que sentimientos tan enconados como la indignación constante, el optimismo incansable, la condescendencia perpetua o la soberbia recalcitrante apestan a impostura y a mentira.
Lo que provoca urticaria son esos artificios desplegados a la puerta de un tribunal. En tiempos judicialmente procelosos, los políticos se fotografían con amplias sonrisas, trasuntos de sorna mal camuflada, defendiendo su inocencia, riéndose del engaño al que nos someten. Lo que no da risa es la falta de vergüenza. Si actúan como políticos, merecen el escarnio público y la defenestración gubernamental. Si lo hacen como actores, su desfachatez no depara más que una tomatada y una bronca monumental. El que aplaude tamaños fraudes entrando en su juego se convierte en sospechoso.
Qué triste espectáculo es éste en el que se ha convertido la democracia.
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