No es lo mismo cantar que las nieves del tiempo platiaron tu sien que afirmar categóricamente que te estás haciendo viejo. Pero claro, tampoco es igual entonar tangos por los arrabales bonaerenses, entre humo, licores y mujeres licenciosas, que pasar los días encerrado en una oficina haciendo algo que no te gusta. Quizás no sean más que artificios metafóricos pero, para mí, no es lo mismo.
Georges Perec escribió una novela fabulosa llamada “La vida instrucciones de uso”. Lamentablemente, de manual no tenía nada. Nadie te enseña cómo funciona esto cuando no vas a ser aristócrata.
Yo no esperaba el día en que me preocuparía la facturación tramposa de una compañía eléctrica o que alcanzaría el paroxismo de la indignación al escuchar ciertas noticias. Ni siquiera se me ocurría hace unos años que un sábado por la noche no tuviese otro fin que el de tomarse unos cubatas y volver a casa buscando un sigilo frustrado irremisiblemente entre los trompicones y las risas incontenibles que provocaba el Johnny Walker. Ya ni los domingos por la tarde son lo mismo. Antes pasaba esas tardes con las orejas coloradas por el calor de la calefacción observando como mis padres jugaban a las cartas con mi abuelo, sin prisas, aguardando otro día sin expectativas.
Ahora tengo que echar cuentas, pienso que las pelusas que campan por el salón son otro propósito inconcluso y me lamento de lo efímero del fin de semana, del retorno al trabajo, de la espera interminable del próximo festivo.
El síndrome de Peter Pan resume esa necesidad tan habitual de anclarse en la juventud, disfrutando sin cortapisas de la libertad de no tener obligaciones. Pero si extraes a Peter Pan de su contexto de aventuras fantásticas, se convierte en una vieja gloria, en un libro que huele a moho. La entrada en la edad adulta era el deletéreo final de las hadas: la resignación al paso del tiempo. La peor forma de envejecer. ¿Cuál es la forma de llegar a viejo sin ser adulto? ¿Dónde está la salida a este camino que sólo avanza en una dirección? La respuesta, me temo, se esconde entre la risa, la burla y la pérdida de respeto hacia las formas encorsetadas que impone la costumbre. Y todo esto sin caer en la caricatura de la eterna juventud. Un equilibrio bastante complicado. Pero precisamente en la búsqueda de ese balance habita la ilusión de hacerse viejo.
Georges Perec escribió una novela fabulosa llamada “La vida instrucciones de uso”. Lamentablemente, de manual no tenía nada. Nadie te enseña cómo funciona esto cuando no vas a ser aristócrata.
Yo no esperaba el día en que me preocuparía la facturación tramposa de una compañía eléctrica o que alcanzaría el paroxismo de la indignación al escuchar ciertas noticias. Ni siquiera se me ocurría hace unos años que un sábado por la noche no tuviese otro fin que el de tomarse unos cubatas y volver a casa buscando un sigilo frustrado irremisiblemente entre los trompicones y las risas incontenibles que provocaba el Johnny Walker. Ya ni los domingos por la tarde son lo mismo. Antes pasaba esas tardes con las orejas coloradas por el calor de la calefacción observando como mis padres jugaban a las cartas con mi abuelo, sin prisas, aguardando otro día sin expectativas.
Ahora tengo que echar cuentas, pienso que las pelusas que campan por el salón son otro propósito inconcluso y me lamento de lo efímero del fin de semana, del retorno al trabajo, de la espera interminable del próximo festivo.
El síndrome de Peter Pan resume esa necesidad tan habitual de anclarse en la juventud, disfrutando sin cortapisas de la libertad de no tener obligaciones. Pero si extraes a Peter Pan de su contexto de aventuras fantásticas, se convierte en una vieja gloria, en un libro que huele a moho. La entrada en la edad adulta era el deletéreo final de las hadas: la resignación al paso del tiempo. La peor forma de envejecer. ¿Cuál es la forma de llegar a viejo sin ser adulto? ¿Dónde está la salida a este camino que sólo avanza en una dirección? La respuesta, me temo, se esconde entre la risa, la burla y la pérdida de respeto hacia las formas encorsetadas que impone la costumbre. Y todo esto sin caer en la caricatura de la eterna juventud. Un equilibrio bastante complicado. Pero precisamente en la búsqueda de ese balance habita la ilusión de hacerse viejo.
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