Decía Thoreau, en esa obra tan necesaria como aburrida que es “Walden”, que la gente de su época parecía más preocupada por vestir ropas a la moda y sin remiendos que por sostener unos valores morales sólidos. Lo bueno de los clásicos es que nunca pasan de moda. Lo malo de la moda, es que caduca rápido.
Hace unas semanas me vi sumergido en la merienda de negros que son los primeros días de rebajas. En el proceso de engalanamiento que discurre entre que alguien entra en un establecimiento que vende ropa de saldo y el momento en el que atraviesa esa misma puerta cargado de bolsas, se lleva a cabo un intercambio masivo de valores por retales. El entusiasmo que imbuye a una persona al calzarse una blusa de incomparable estilo, una prenda de clase y categoría escondida en una montaña inmensa y tambaleante de prendas de clase y categoría todas iguales, invita al comprador a propinar toda suerte de codazos y zancadillas a los que se interponen entre él y el futuro elegante que le espera. La apariencia, lamentablemente, se cotiza mejor que las buenas ideas.
Días más tarde, viendo las noticias, me sorprendió la cantidad de gente que había pasado una noche a la intemperie para hacerse con un iPhone. Dios mío, me dije, por qué otras cosas pasaría esta gente una noche en la calle. No se me ocurrió ninguna. En un momento, el reportero hacía preguntas tanto a los que esperaban como a los que ya salían con el aparato entre las manos. Uno de los primeros compradores afirmaba: “Lo quería blanco, pero negro también me vale”. Uno de los que aún esperaba dijo: “Ya tengo tres teléfonos, éste será el cuarto”. Después de atender un rato me di cuenta de que la mayoría de los que esperaban para comprar el teléfono, un aparato concebido para hablar, no tenía absolutamente nada que decir.
El mismo día en que salió a la venta el iPhone una veintena de inmigrantes ilegales se ahogaron en el mar. Ellos habían pasado muchas noches a la intemperie pero sus eran ropas baratas y lucían ajadas y desvaídas. Qué cosas.
Hace unas semanas me vi sumergido en la merienda de negros que son los primeros días de rebajas. En el proceso de engalanamiento que discurre entre que alguien entra en un establecimiento que vende ropa de saldo y el momento en el que atraviesa esa misma puerta cargado de bolsas, se lleva a cabo un intercambio masivo de valores por retales. El entusiasmo que imbuye a una persona al calzarse una blusa de incomparable estilo, una prenda de clase y categoría escondida en una montaña inmensa y tambaleante de prendas de clase y categoría todas iguales, invita al comprador a propinar toda suerte de codazos y zancadillas a los que se interponen entre él y el futuro elegante que le espera. La apariencia, lamentablemente, se cotiza mejor que las buenas ideas.
Días más tarde, viendo las noticias, me sorprendió la cantidad de gente que había pasado una noche a la intemperie para hacerse con un iPhone. Dios mío, me dije, por qué otras cosas pasaría esta gente una noche en la calle. No se me ocurrió ninguna. En un momento, el reportero hacía preguntas tanto a los que esperaban como a los que ya salían con el aparato entre las manos. Uno de los primeros compradores afirmaba: “Lo quería blanco, pero negro también me vale”. Uno de los que aún esperaba dijo: “Ya tengo tres teléfonos, éste será el cuarto”. Después de atender un rato me di cuenta de que la mayoría de los que esperaban para comprar el teléfono, un aparato concebido para hablar, no tenía absolutamente nada que decir.
El mismo día en que salió a la venta el iPhone una veintena de inmigrantes ilegales se ahogaron en el mar. Ellos habían pasado muchas noches a la intemperie pero sus eran ropas baratas y lucían ajadas y desvaídas. Qué cosas.
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