Arrumbado en el sofá, mirando la televisión de manera casi empecinada, me puse a pensar en una ficción que alimentara no solo la mente sino también el cuerpo. Ahí tirado, mirando seriales sin parar, aventuras y romances, historias de desesperación o de pura histeria cómica, atrapado en invenciones empaquetadas y servidas en pedazos de tres cuartos de hora. Una detrás de otra, sin parar siquiera para comer, porque sólo esas imágenes ya me llenaban la tripa.
De ahí daba un salto mortal al magacín de tarde, bien disfrazado de boletín de realidad pero sin duda de una ficción más sutil que me sumergió en ese lugar de la tierra donde actores celebérrimos se calzan una peluca y atracan oficinas, donde jóvenes de cuerpos vigorosos aman con pasión desbocada a viejas glorias de la copla (más viejas que glorias) y donde los toreros viven la vida con mayor dramatismo que los poetas románticos…
Llevando la conjetura hasta el extremo, me vi durante noches y días sentado ahí, pendiente de imágenes que me llenaban la cabeza de islas misteriosas, de cárceles con glamour, de mujeres desesperadas o de adolescentes guapos con superpoderes, de historias de amor efímeras entre futbolistas y modelos, chismosas discusiones alrededor de nada, familias reales tan cercanas como inalcanzables. Y así, dándole vueltas a este puré de acontecimientos caí dormido con el magín lleno de acción… Más tarde, no mucho más, desperté sobresaltado porque en mi sueño no pasaba nada.
Leí hace tiempo que los hombres y los primates comparten la habilidad de reflejar en sí mismos los sentimientos de sus congéneres, salivando si los otros comían o excitándose si veían copular a otras parejas. Supongo que es esa capacidad la que nos sume con tal fruición en las vidas ajenas. Pero asumo también que ese éxito no lo sería tanto si nosotros nos gustásemos más de lo que vemos en los demás. Así que me levanté del sillón, me miré un rato en el espejo, y salí a dar un paseo tranquilo por esas calles de mi vida en las que nunca ocurre nada.
De ahí daba un salto mortal al magacín de tarde, bien disfrazado de boletín de realidad pero sin duda de una ficción más sutil que me sumergió en ese lugar de la tierra donde actores celebérrimos se calzan una peluca y atracan oficinas, donde jóvenes de cuerpos vigorosos aman con pasión desbocada a viejas glorias de la copla (más viejas que glorias) y donde los toreros viven la vida con mayor dramatismo que los poetas románticos…
Llevando la conjetura hasta el extremo, me vi durante noches y días sentado ahí, pendiente de imágenes que me llenaban la cabeza de islas misteriosas, de cárceles con glamour, de mujeres desesperadas o de adolescentes guapos con superpoderes, de historias de amor efímeras entre futbolistas y modelos, chismosas discusiones alrededor de nada, familias reales tan cercanas como inalcanzables. Y así, dándole vueltas a este puré de acontecimientos caí dormido con el magín lleno de acción… Más tarde, no mucho más, desperté sobresaltado porque en mi sueño no pasaba nada.
Leí hace tiempo que los hombres y los primates comparten la habilidad de reflejar en sí mismos los sentimientos de sus congéneres, salivando si los otros comían o excitándose si veían copular a otras parejas. Supongo que es esa capacidad la que nos sume con tal fruición en las vidas ajenas. Pero asumo también que ese éxito no lo sería tanto si nosotros nos gustásemos más de lo que vemos en los demás. Así que me levanté del sillón, me miré un rato en el espejo, y salí a dar un paseo tranquilo por esas calles de mi vida en las que nunca ocurre nada.
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