En mi corta carrera profesional he sufrido con frecuencia una de las sensaciones menos agradables que se pueden experimentar: conversar con un jefe.
En mi particular interpretación del sermón de la montaña (Mat. 5:1; 7:28) caigo en un horrible clasismo y me sitúo indefectiblemente del lado de los pobres de espíritu, de los mansos, de los que lloran y pasan hambre. En el otro plato coloco a mis superiores, esos inmisericordes que generan falsos ídolos (la Empresa) y que nunca encontrarán mi aceptación.
Me he dado cuenta que cuando un superior te da unos golpecitos en el hombro, es posiblemente porque quiera sacudirte el polvo que se te acumula después de horas encorvado sobre un escritorio. El polvo en las hombreras da mala imagen. Además sabe que el gesto se puede confundir con un guiño alentador, lo cual es más barato que un aumento y en su muy obtusa visión del mundo, más de agradecer.
He pasado por cuatro empresas diferentes en seis años y nunca he encontrado un jefe con el que pudiera conversar sin sentirme examinado. Cuando me pongo humano, porque evito las conversaciones técnicas, ocurre lo siguiente: mi primer jefe me negó unas vacaciones un día antes irse a Benidorm, mi segundo jefe me dijo que era un perro y mi tercera jefa me preguntó si tenía frío y me aconsejó ahorrar dinero para comprarme un traje. Unas semanas después dejé los tres trabajos.
La última llegó el jueves cuando un lumbreras, un prohombre de los que habla Cinco Días, afirmó sin pestañear que mi trabajo es inútil, que está superestimado y que hace perder dinero a la empresa. Aprovechó, no obstante, que estaba saliendo de la oficina para no interrumpir mi labor, pero se demoró cuarenta minutos en desgranar blasfemias acerca del (perdón) cálculo sísmico en las refinerías. Después de 50 minutos ladrando, le dije: Señor, si dentro de diez minutos sigo aquí, le voy a pasar una hora extra. Me dio la mano y se despidió. Entendí que le había dado una lección de humildad.
Mañana empezaré a buscar trabajo.
En mi particular interpretación del sermón de la montaña (Mat. 5:1; 7:28) caigo en un horrible clasismo y me sitúo indefectiblemente del lado de los pobres de espíritu, de los mansos, de los que lloran y pasan hambre. En el otro plato coloco a mis superiores, esos inmisericordes que generan falsos ídolos (la Empresa) y que nunca encontrarán mi aceptación.
Me he dado cuenta que cuando un superior te da unos golpecitos en el hombro, es posiblemente porque quiera sacudirte el polvo que se te acumula después de horas encorvado sobre un escritorio. El polvo en las hombreras da mala imagen. Además sabe que el gesto se puede confundir con un guiño alentador, lo cual es más barato que un aumento y en su muy obtusa visión del mundo, más de agradecer.
He pasado por cuatro empresas diferentes en seis años y nunca he encontrado un jefe con el que pudiera conversar sin sentirme examinado. Cuando me pongo humano, porque evito las conversaciones técnicas, ocurre lo siguiente: mi primer jefe me negó unas vacaciones un día antes irse a Benidorm, mi segundo jefe me dijo que era un perro y mi tercera jefa me preguntó si tenía frío y me aconsejó ahorrar dinero para comprarme un traje. Unas semanas después dejé los tres trabajos.
La última llegó el jueves cuando un lumbreras, un prohombre de los que habla Cinco Días, afirmó sin pestañear que mi trabajo es inútil, que está superestimado y que hace perder dinero a la empresa. Aprovechó, no obstante, que estaba saliendo de la oficina para no interrumpir mi labor, pero se demoró cuarenta minutos en desgranar blasfemias acerca del (perdón) cálculo sísmico en las refinerías. Después de 50 minutos ladrando, le dije: Señor, si dentro de diez minutos sigo aquí, le voy a pasar una hora extra. Me dio la mano y se despidió. Entendí que le había dado una lección de humildad.
Mañana empezaré a buscar trabajo.
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