La infancia nos premia con una brumosa candidez que convierte lo eventual en milagroso, lo desconocido en mágico. A medida que nos alejamos de nuestro pasado cigótico, cuando los acontecimientos pierden esa aureola mística de lo ignoto, la realidad se torna más amarga y finalmente nace la resignación. El golpe de gracia llega cuando los padres, cansados de fingir o de soportar las veleidades de nuestros caprichos infantiles, nos anuncian de modo trágico pero liberador que ellos son los reyes magos. Se abre el telón y uno confirma que lo que antes obtenía por gracia divina ahora ha de conseguirlo mediante el esfuerzo y la constancia.
Y de repente, cuando la ilusión por los regalos gratuitos ha desaparecido de la memoria, llegan las elecciones. No hay nada como una campaña electoral para devolvernos a ese estado de ensoñación infantil. Vendiendo soluciones prodigiosas, estos tipos ofrecen un futuro mejor del que nos hacen partícipes, y en su grotesca contienda cada uno se esfuerza más que el otro por regalarnos los oídos. Ese es el juego en el que se ha convertido la democracia, desvirtuándola hasta el punto de vender una realidad que nunca llega a ser, comprando las voluntades con fundamentos peregrinos. Es un patio de colegio en el que el “yo más que tú” es lo único que suena, redundante, aburrido y hueco. Si para uno somos buenos ciudadanos, el otro asevera con más empeño que por serlo merecemos algo mejor, algo que sólo él puede ofrecer.
Al final, persuadido o aburrido por razones más bien espurias, te decantarás por uno con la bisoña convicción de haber hecho lo más correcto. Más tarde, durante cuatro años, te darás de bruces con la realidad y tendrás la misma sensación que en tu infancia: la certeza lamentable de que tus juguetes pintaban mejor en los anuncios y de que te han tomado el pelo. Otra vez.
Y de repente, cuando la ilusión por los regalos gratuitos ha desaparecido de la memoria, llegan las elecciones. No hay nada como una campaña electoral para devolvernos a ese estado de ensoñación infantil. Vendiendo soluciones prodigiosas, estos tipos ofrecen un futuro mejor del que nos hacen partícipes, y en su grotesca contienda cada uno se esfuerza más que el otro por regalarnos los oídos. Ese es el juego en el que se ha convertido la democracia, desvirtuándola hasta el punto de vender una realidad que nunca llega a ser, comprando las voluntades con fundamentos peregrinos. Es un patio de colegio en el que el “yo más que tú” es lo único que suena, redundante, aburrido y hueco. Si para uno somos buenos ciudadanos, el otro asevera con más empeño que por serlo merecemos algo mejor, algo que sólo él puede ofrecer.
Al final, persuadido o aburrido por razones más bien espurias, te decantarás por uno con la bisoña convicción de haber hecho lo más correcto. Más tarde, durante cuatro años, te darás de bruces con la realidad y tendrás la misma sensación que en tu infancia: la certeza lamentable de que tus juguetes pintaban mejor en los anuncios y de que te han tomado el pelo. Otra vez.
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