El devenir laboral de algunos trabajadores es como una tarde entretenida con juegos de mesa. Lo malo del asunto es que los que juegan son empaquetados directivos y las fichas, a lo sumo meros peones, somos los que estamos a la orden de su antojo.
Mi vida, en las últimas semanas, se ha convertido en un caótico entramado de tableros. Una mañana aburrida de miércoles, algunos de los jefes de mi amada empresa, decidieron echar una partida al Stratego. Contando con una horda de soldados bien amaestrados, dispuestos al sacrificio en pos de acortar los plazos de una hipoteca, mi jefe dispone sus batallones sobre un mapamundi. En algunos casos, envía pequeñas tropas a las afueras de Madrid, generando pequeños contratiempos en las rutinas diarias. Te invitan a disfrutar de la amena congregación matinal en las autovías de la capital, te alientan ofreciéndote horas interminables de lectura en los transportes públicos de la ciudad.
A mí me tenían reservada otra sorpresa que requería de más voluntad. Conquistar, con la fuerza de mi sabiduría técnica, una refinería en Oriente Próximo. De modo que el primer movimiento fue ubicar su batallón en el centro de Turquía. Una vez que la ficha se coloca, el juego se vuelve más intrigante y desesperado, así que para aliviar tensiones sacan el Monopoly. Te miran y saben. Se masajean la barbilla. Se atusan el pelo y dicen: Sabemos que quieres una propiedad y tengo aquí unos cuantos billetes de colores que te pueden ayudar. Los ponen sobre la mesa para que los mires con el asombro de alguien que no está acostumbrado a ese tipo de espectáculo. Ahí está, no sería malo cogerlos, no, pero antes tienes que jugar al Enredos, y esto ya sí que te descompone. Un pie lo tienes en Anatolia, el círculo rojo, y el otro está en tu novia, tu familia, tu casa y tus amigos, un círculo azul. Pones una mano en un círculo amarillo que representa tu moral, y eso te exige un retruécano de articulaciones que imposibilita el equilibrio. Y por último, en el más alejado, el redondel verde, ubican el dinero. Y casi siempre, por llegar con la otra mano hasta este círculo, has de separarte de alguno de los demás. O renuncias a algo o te caes. Y así estaba yo hasta hace unos días, intentando alcanzar los cuatro círculos: familia, futuro, trabajo y moral. Y en un intento desesperado por llegar a todas, aún con las puntas de los dedos, me he desmoronado sobre el tablero, y la mano se me ha quedado sobre el dinero. Menudo papel, imposible recomponer la figura. Así que mi jefe se frota las manos y dice, ya te tengo, desaliñado como un guiñapo. Se congratula de saber que al final has cedido con el alma en los pies y con la mirada lánguida de un perdedor.
Pues ahora que ya sé que te puedes tirar al barro, me dice con satisfacción, ya no sé si irás tú o no. ¿Sabes qué? Voy a pasar unos días jugando a los dados. Así que ahora, en el último día de mi entretenida aventura de juguetes, me ha dejado con cara de Míster Potato.
Con la cara, sí señores, de un auténtico gilipollas.
Mi vida, en las últimas semanas, se ha convertido en un caótico entramado de tableros. Una mañana aburrida de miércoles, algunos de los jefes de mi amada empresa, decidieron echar una partida al Stratego. Contando con una horda de soldados bien amaestrados, dispuestos al sacrificio en pos de acortar los plazos de una hipoteca, mi jefe dispone sus batallones sobre un mapamundi. En algunos casos, envía pequeñas tropas a las afueras de Madrid, generando pequeños contratiempos en las rutinas diarias. Te invitan a disfrutar de la amena congregación matinal en las autovías de la capital, te alientan ofreciéndote horas interminables de lectura en los transportes públicos de la ciudad.
A mí me tenían reservada otra sorpresa que requería de más voluntad. Conquistar, con la fuerza de mi sabiduría técnica, una refinería en Oriente Próximo. De modo que el primer movimiento fue ubicar su batallón en el centro de Turquía. Una vez que la ficha se coloca, el juego se vuelve más intrigante y desesperado, así que para aliviar tensiones sacan el Monopoly. Te miran y saben. Se masajean la barbilla. Se atusan el pelo y dicen: Sabemos que quieres una propiedad y tengo aquí unos cuantos billetes de colores que te pueden ayudar. Los ponen sobre la mesa para que los mires con el asombro de alguien que no está acostumbrado a ese tipo de espectáculo. Ahí está, no sería malo cogerlos, no, pero antes tienes que jugar al Enredos, y esto ya sí que te descompone. Un pie lo tienes en Anatolia, el círculo rojo, y el otro está en tu novia, tu familia, tu casa y tus amigos, un círculo azul. Pones una mano en un círculo amarillo que representa tu moral, y eso te exige un retruécano de articulaciones que imposibilita el equilibrio. Y por último, en el más alejado, el redondel verde, ubican el dinero. Y casi siempre, por llegar con la otra mano hasta este círculo, has de separarte de alguno de los demás. O renuncias a algo o te caes. Y así estaba yo hasta hace unos días, intentando alcanzar los cuatro círculos: familia, futuro, trabajo y moral. Y en un intento desesperado por llegar a todas, aún con las puntas de los dedos, me he desmoronado sobre el tablero, y la mano se me ha quedado sobre el dinero. Menudo papel, imposible recomponer la figura. Así que mi jefe se frota las manos y dice, ya te tengo, desaliñado como un guiñapo. Se congratula de saber que al final has cedido con el alma en los pies y con la mirada lánguida de un perdedor.
Pues ahora que ya sé que te puedes tirar al barro, me dice con satisfacción, ya no sé si irás tú o no. ¿Sabes qué? Voy a pasar unos días jugando a los dados. Así que ahora, en el último día de mi entretenida aventura de juguetes, me ha dejado con cara de Míster Potato.
Con la cara, sí señores, de un auténtico gilipollas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario