lunes, julio 17, 2006

El Sueño Inmobiliario

Hace unos días, a pesar del calor sofocante del verano, tuve un sueño de escalofrío. En mi sueño descubría una puerta en la que nunca había reparado en un rincón de mi casa. Preso de la curiosidad la abría y me encontraba en un pasillo que conducía a un salón en el que había otras puertas que daban a un par de habitaciones bien curiosas y a un patio. “Vaya”, me decía, “tres años sobreviviendo en un estudio y ahora resulta que esto es casi un hotel”. Tras la euforia inicial empecé a sospechar que mi dulce sueño escondía una pesadilla. Ignoro si la materia prima de los sueños es tasable, pero caí en la cuenta de que un agente inmobiliario avispado podría hipotecarme por el disfrute de un apartamento durante unas horas de mi vida, por muy dormido que estuviese. “No debería extrañarse, señor Tristán,” diría. “Sepa usted que la mayoría de los préstamos sólo avalan ilusiones. Y entre la ilusión y el sueño los matices son sutiles. Así que debe usted mil euros y si no despierta rápido quizás algo más”. Abrí los ojos alterado, encendí la luz, y di gracias a Dios por hallarme de nuevo en mi estudio. Nunca me había alegrado tanto de vivir en un espacio tan reducido.
Me sorprendí al encomendarme a Dios, en el cual no creo, aunque en estos casos de desesperación (o conveniencia narrativa) siempre resulta muy efectivo. Pensé que pedir un milagro para conseguir una casa mejor sería una salida airosa que, si bien es improbable, no lo es menos que encontrar un piso barato en el centro de Madrid. Y aprovechando que don Benedicto iba a pasearse por Valencia decidí que acudir a él sería encontrar al agente ideal, pues se dedica a vender parcelas en el cielo. El precio para conseguirlas es alto: hay que morirse y evitar pecados muy placenteros. Pero al planear mi visita al mediterráneo encontré que no había plazas en hoteles, ni en hostales, ni en pensiones sin estrellas y que alquilar un piso no me iba a costar menos de 3000 euros. Concluí que incluso en los entresijos de la fe se ha infiltrado el veneno de la especulación inmobiliaria.
Así que sigo, más resignado si cabe, en mi estudio camarote. Y pienso que la fiebre del ladrillo ha convertido este país en una suerte de campo de setas. Los pisos crecen como hongos y los micólogos de la usura se frotan las manos cada vez que la sombra de su avaricia se cierne sobre el terreno a edificar, alimentado por el lucrativo humus de una codicia sin límites. Los pisos son setas ponzoñosas que todos acabamos por comer, y que nos sumen en una alucinación que dura hasta cincuenta años o más. La ilusión de poseer puede más que cualquier efecto secundario, por muy nocivo que éste resulte. Y al final nos hacen creer que compramos (una quimera nomás) cuando lo que hacemos es vender, letra a letra, el sueño de nuestra libertad.