martes, junio 20, 2006

Sudoraciones en la Catedral

Se está perdiendo la conciencia de clase. Cada vez más a menudo me parece estar viviendo en el viejo chiste de los dos picapedreros que trabajaban en la construcción de la catedral de Burgos y que, sin saber que pasaban los días separados apenas unos metros sudando sangre con martillo y cincel en puño, acabaron conversando distraídamente en el rincón más umbrío de una taberna, buscando ambos el consuelo en un vaso de vino. Uno de ellos, el más ufano, preguntó al otro en qué ocupaba las horas de su día. El otro contestó sin disimulo que su mala fortuna le había conducido a pasar toda la vida arreando martillazos a unas condenadas rocas para poder llevar unas gachas calientes a su hogar cada noche. Después de esta declaración quiso saber a qué se dedicaba el primero, que afirmó sin un pestañeo de vergüenza: “Estoy construyendo la catedral de Burgos”.
Resulta escandaloso escuchar ese discurso que se refiere a los parias que vienen a nuestro país a tallar los sillares en los que se asienta el cuento chino que algunos atrevidos llaman la sociedad del bienestar. Cuando llego cada mañana a la oficina, encuentro compañeros que creen estar salvando el mundo en labores de calado titánico, olvidando que no hacen más que lubricar los engranajes oxidados de una noria que no divierte a nadie, de tan estridentes como son los chirridos de su cinismo. Muchos llegan a las siete de la mañana y aseguran que lo hacen para evitar compartir el metro con moros y sudacas que hieden a sudor. Estos colegas míos tan orgullosos de madrugar más que nadie, trabajan hasta las tantas para comprar un coche lujoso que les libere de la tiranía de la transpiración del metro, ese invento infernal para clases inferiores, sometiéndose sin embargo a la dictadura de las hipotecas, que exhala la fragancia inconfundible del perfume caro de los especuladores. Aunque tengo un olfato comatoso, que no distingue el aroma de una panadería del hedor del alcantarillado, no se me escapa el hecho de que tras diez horas en una oficina inteligente, que equivoca las temperaturas y nos sume en calores propios del mismo infierno, mis axilas y las de mis compañeros apestan tanto como un vagón de metro lleno de esos picapedreros que hablan con acento. Y una cosa es clara: por mucho que vivamos en ese prodigio del progreso que es España, ni yo transpiro agua de rosas ni los que se mueven por el subsuelo de nuestra mala conciencia sudan vinagre.
Como a mí el olor a sobaco me recuerda la historia de mi familia y la de tantas otras que me han traído hasta esta vida confortable de la que disfruto, prefiero viajar en metro cada mañana para no distraerme de la idea de que todos vivimos en la misma cantera. Las catedrales que las construyan los que se entretienen con los cantos de sirena de los anuncios de Rexona.