miércoles, abril 18, 2012

Las Razones Reales

Si hay una cualidad que se repite en cada uno de nosotros, histórica y generacionalmente, es la complacencia y la indulgencia para con uno mismo. Es difícil reconocer en alguien la virtud de la corrección perpetua y más aún la moderación para no caer en vicios, ocultos por vergonzantes, y la posterior asunción del mal proceder, en caso de ser advertido en la falta. No tengo la desvergüenza de no reconocer que a lo largo de mi vida no haya caído en deslealtades, en silencios que me favorecían, en retorcer el discurso para salir victorioso de una trifulca. Uno se excusa, lo cual es principio de la aceptación del fallo, si se ve atacado por su comportamiento y justifica sus hábitos o deslices en la necesidad, el descuido o el capricho, asumiendo de modo torticero que lo que se hizo tenía que ser hecho y disfrazando la infracción con la pátina del arrepentimiento o la contrición y el remordimiento, fingidos la mayor de las veces y exculpatorios siempre. El antojo no menoscaba la culpa, ni la ignorancia exime del cumplimiento de la ley, como afirmaban ya los primeros legisladores. Me lo pedía el cuerpo, podremos esgrimir como alegato, aunque se comprenderá que la satisfacción de las voluntades personales no sirva como defensa de nada sino de un hedonismo egoísta y resulte, a la postre, en agravante mayor. No me di cuenta del perjuicio que pude crear, se asevera también cuando el mal ya está hecho, acaso sin ocasión de repararlo y con seguridad habiendo obtenido el premio o la satisfacción y atesorándolos bien para no perderlos mientras nos lamentamos por las consecuencias del daño infligido. Míralo, diremos, tanto le costaba aguantarse que acabó por entregarse al mal hacer, traicionó al que en él confiaba, perdió lo que tenía o se metió en asuntos turbios por no haberlo pensado dos veces.
Tan escasa firmeza en la inculpación particular no parece tener parangón cuando se trata de señalar con dedo oprobioso al otro. El refranero no está exento de tal saber y acierta cuando llama a no mirar como paja en el ojo ajeno lo que es viga en el propio. Sin embargo, la realidad es que uno se entrega con alacridad a la maledicencia, a la crítica, al análisis infamante del otro mientras se reserva los tonos templados sobre el comportamiento propio. Ejemplos sobran y no hay más que entretenerse en hojear la prensa, la seria o la amarilla, o quizás encender el televisor y atender durante no mucho a los noticiarios e incluso, si uno tiene coraje, a los programas del corazón. No se tardará apenas en encontrar a quien entone un parlamento exculpatorio, lleno de pompa y engolada dignidad, enumerando con precisión la lista de razones que le llevaron a hacer tal o cual cosa y los motivos que le habrían de exonerar de la culpa. También se escucharán prédicas cargadas de chismes, veneno, rabia y envidia. La lista es interminable y crece exponencialmente a medida que la exposición de todos es cada vez mayor, y más dificultoso mantener los secretos y los asuntos privados a salvo del escrutinio y la difusión universal. No faltan administradores que malversan, jueces prevaricadores, asesinos a sueldo o por convicción, ladrones de guante blanco y chorizos sin clase, adúlteros recalcitrantes o taimados celestinos conchabados con paparazzis sin escrúpulo, árbitros vendidos, extorsionadores y secuestradores, guerrilleros que mataron porque es lo que mandaban los tiempos y curas castrenses leales a Dios a espaldas de los hombres, especuladores y usureros, yonquis y violadores, políticos que mienten y ciudadanos que no pagan sus impuestos, jefes con retranca y subordinados que se escaquean… cada uno con sus razones y cada cual con sus excusas. El mundo parece estar subido en una atracción feria que despacha traiciones, felonías hinchadas de egolatría y narcisismo.
La ejemplaridad a la que cada uno debería aspirar habría de tener un modelo en personajes públicos que alcanzan la notoriedad y honestidad suficiente como para sentar unas bases de lo que habría de ser patrón. Ejemplos también los hay y por ser escasos llaman la atención. Al menos lo que ha trascendido de ellos les ha llevado a ser considerados como paradigma de la bondad, del respeto o de la misericordia, en la medida en que ésta última pueda ser considerada virtud. Ahí están Jesucristo, Martin Luther King, la madre Teresa de Calcuta o Gandhi, arquetipos de lo que uno aspiraría a ser como ente social, aunque pocos parecen disponer de tamaña resignación como para entregar su vida a fines tan loables. Nadie sabe, o no conviene airear, cuáles eran los motivos que llevaron a estas celebridades a tales cotas de sacrificio. Uno bien pudo ser un orate, todo parece indicar que era un chalado con buenas ideas (aunque vergonzosamente repudiase a su padre seminal) y abocado a un final calamitoso, otro un señor que ansiaba el poder o el dinero defendiendo a su raza oprimida, la tercera tener un temor reverencial al fuego eterno y preferir el roce con un leproso que una eternidad a fuego lento. El último, qué se yo, igual es que no le quedaba otra. Aquí me veo, buscándole los tres pies al gato para desmontar la leyenda. Y es que casi da rabia descubrir que uno nunca va a ser ejemplo de nada, que no se hablará de ti después de un rato muerto y que tu paso por este valle de lágrimas será tan efímero e insustancial que nadie hará el menor esfuerzo por recordarte. Y acaso abandonados a la certeza de que no vamos a poder disfrutar de la posteridad, porque no es posible, que ni si siquiera el más afamado o egregio de los humanos ha podido regodearse en su fama póstuma, acaba uno entregándose a la buena vida, sin discernir muy bien entre lo que es lícito o no con tal de satisfacer cada placer inmediato y reparando lo justo en las circunstancias del resto.
Intento así comprender qué haría yo en diferentes circunstancias, metido en el papel de otro, un juego entretenido y con tantas partidas como personalidades pretenda suplantar en mi imaginación. De tal forma, me pongo en el rol de alguien que vive rodeado de prosélitos y advenedizos, de chupasangres y arribistas que besan el camino por el que piso. Me imagino heredero de un abolengo cuyas raíces se pierden en la historia, con antepasados sátrapas, absolutistas, vividores y tiranos e izado al puesto por un dictador visionario que además lo era por la gracia de Dios. Entiendo asimismo que no tengo que responder ante la justicia, que todo me ha sido regalado, que difícilmente me faltará el dinero, ni a mí ni a mi prole, que salvo circunstancias excepcionales todo lo que ha sido, seguirá siendo, y además a mi favor. E imagino también que me queda poco para doblar la servilleta, para entregar la cuchara y marcharme al otro barrio. Y sé además, porque así lo he sentido desde el día en el que nací, que no importa cuántas calamidades pase el pueblo al que digo representar, que yo siempre he cenado con cubertería de plata, vajilla fina, buenas viandas y mejores vinos y que si por protocolo cínico afirmo que sufro por ellos, con la misma jeta vivo como a mí me da la gana. Así que entiendo su proceder, y lo justificaría si fuese el mío porque me reconozco débil como un monarca, y que si me apeteciese irme como John Huston se piró a África, con distintas excusas y el mismo fin, a cazar paquidermos, pues agarro mi escopeta, me alquilo un avión, y me voy a darme el gusto porque puedo. Porque me sale de los cojones, que habrá pensado el rey. Y ahí no me queda más remedio que darle la razón al señor. Olé sus huevos reales y pobres los míos, que sólo han visto elefantes en el zoo, roídos de mierda y comiendo cacahuetes con mirada de reo político.
Y acabo por decir que el rey piensa como tal y que si fuera proletario pensaría de otra forma y abdicaría y disolvería ese oprobio a la razón, esa caduca e inverosímil institución que le sostiene, y que si se pusiera en nuestro papel pues no eludo que entendiese que lo veamos como un farsante y un sinvergüenza, un caradura, un usurpador, un cuentista y un mamón. Pero como no lo es y además le hemos pillado en un renuncio, pues ha pedido perdón y ha hecho acto de contrición. Pues eso, lo que hacemos todos. Pero por mí, como sé que el cinismo es su especialidad, se puede meter sus disculpas en el ojete, porque no me las creo.

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