lunes, febrero 28, 2011

Moralla

El otro día, al coger un taxi, agarré al vuelo el principio de una tertulia radiofónica. Sin darme tiempo a escuchar opiniones siempre expertas le espeté al conductor, esta gente sabe de todo, y a continuación me lancé a una diatriba de cinco minutos (era lo que duraba el trayecto) acerca de los que hablan de todo por oficio o por vicio y, en muchos casos, sin tener ni puñetera idea de lo que dicen. También sabía yo que estaba cayendo en el mismo pecado, el de comentar lo que no había tenido tiempo de escuchar y empaquetar un discurso más bien hueco que rellenase el silencio incómodo que siempre siento cuando voy en taxi, pero aún así comencé una conversación que no versaba sobre nada en particular y a la que yo mismo daba mucha pompa.
El cuerpo humano, con todas sus glorias y miserias, es una máquina excretora muy eficiente. Uno se zampa un cordero, un plato de pisto y dos vasos de vino y genera bastante energía como para pintar el Gernika o para salir a la calle a derrocar a tiranos. Pero me temo yo que todo este combustible , el que nos da energía para la vida o para realizar arte, no genera obras tan sublimes como el meteórico y proceloso epílogo de todo ese menú expulsado vía rectal. Ya sea sudor, mierda (ups!), semen o pis, mediante la deyección alcanzamos las más altas cimas del placer físico, desperdigando todo ese éxtasis glorioso por las cloacas de la ciudad.
Encuentro lógico que el placer intelectual se obtenga, del mismo modo, defecando filfa por la boca. Lo único lamentable es que no haya un retrete en el que deshacerse de tanta palabrería en la intimidad, sin apestar demasiado al resto. Pero es que uno, intentando compartir un bienestar que es particular tiende a regalar detalles que a nadie interesan para obtener un orgasmo tan físico como verbal. Y si no que me lo digan a mí, que me he quedado más ancho que alto rellenando esta columna, sin decir nada, pero con la misma sensación en el cerebro que tengo en el estómago después de haber dado lo peor de mí.

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