Es muy poco considerado defecar sobre alguien y salir volando. Las palomas, los gorriones y, en general, el mundo aviar comparten la dudosa afición de cagar sin mirar para abajo. Por otro lado, el ser humano camina erguido y mirando al frente, ajeno al peligro de ser tiroteado por un chorrete de mierda ornitológica. Si uno fuese mirando hacia el cielo y esquivando proyectiles Oreo, terminaría estampándose contra una farola o atropellado por un camión del Panrico. De forma que el único remedio posible es tirar para adelante, rezar por no ser alcanzado y si la mala fortuna le hiciese a uno diana de deyecciones volátiles, alzar el puño con gesto iracundo, lanzar invectivas y sufrir la silenciosa humillación de llevar un lamparón ocre en la solapa. Recuerdo pocas ocasiones en las que me haya sentido más impotente que luciendo el cagarro de un pájaro en el hombro.
En defensa de mi condición de ser humano, considerado por otros motivos un animal más, he de decir que yo nunca he excretado sobre otro ser vivo, o al menos no lo he hecho de forma habitual y voluntaria. No quiero imponerme a una golondrina como ejemplo de evolución, simplemente expongo los hechos. Si no investigamos demasiado en comprometidas direcciones de internet, veremos que esta actitud tan pulcra es la más común entre los hombres.
Lo que ocurre últimamente es que las palabras de políticos, jueces, periodistas y expertos de la opinión también tienen alas, sobrevuelan nuestras cabezas como bandadas de estorninos y nos golpean el ego como las mierdas de los pájaros ensucian las estatuas. Si andamos mirando hacia arriba, más atentos a esos discursos diarreicos que a nosotros mismos, acabaremos igual que cuando no queríamos que nos guarrearan: atropellados por la realidad, que se aleja bastante del inevitable barullo de los que pueden volar y cagarte encima sin temor a ser alcanzados por una pedrada.
(este artículo es la versión cómica del dramático comentario de ayer.)
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