martes, octubre 23, 2007

Golpes de Pecho


A pesar de que ahora vivo en el exilio, alejado de mi hogar, rodeado de desconocidos, sumido en la incomprensión de otra lengua y a dieta de productos porcinos y de vino güeno, mi sentimiento patriótico sigue intacto. No ha variado ni un ápice esa sensación de pertenecer a una patria, a una historia, a una cultura, con respecto a lo que sentía antes. Se reduce a la nada. Cero. Vacío sentimental absoluto.
Todo esto viene a propósito del video en el que con su habitual estrabismo, mala dicción y pésima apariencia, Don Mariano me invitaba a sacar la bandera del país en el que casualmente fui a nacer a la calle, a exhibir orgulloso los símbolos nacionales, a entonar a grito pelado el tachín tachín de nuestro himno. Y eso que éste se salva, no obstante, porque al carecer de letra nos exonera del deshonroso momento en el que uno presta atención a las soflamas descabelladas que los himnos nacionales habitualmente deparan.
Personalmente no encuentro ningún motivo para el orgullo. El hecho de que aquí se coma bien, haya buenas playas y bonitos montes a quemar, además del supuesto buen carácter del hispano (no ir a las 7 de la mañana a la M-40) no me parecen suficientes como para andar por ahí golpeándose el pecho, anunciando a bombo y platillo: “Soy español, chúpense esa”. En ese mismo orden de cosas, no hallo consuelo alguno por haber nacido cerca de la Sierra de Guadarrama o porque la meseta haga ancha Castilla. No me vanaglorio de las casualidades y menos si éstas son accidentes geográficos.
Por otro lado, nuestro país, crisol de culturas y razas, sufrió siempre una desdichada historia de invasiones y reconquistas de las que uno difícilmente puede sentirse eufórico. Tanto si te invaden el país, como si va uno dando patadas en el ojete a los árabes, golpes de sable y arcabuzazos a los incas o cañonazos a los franceses, parece complicado encontrar honra en la sangre. El absolutismo que vino después no estaba mal si eras rey. Las banderas absorben bien la hemoglobina. Algo más tarde vino la tragicomedia patética en la que ganaron los malos. Cuarenta años después, la única que pudo con la tiranía de un dictador fue la muerte. No es para tirar cohetes. No lo es para mí desde luego. Y ahora vivimos en una democracia, que no está ni bien ni mal, hace algunas cosas bien y otras mal. Pero de ahí a flipar yo veo un trecho.
Así que no veo a cuento de qué este señor viene a pedirme a mí que me indigne si mi vecino no se siente ufano de ser español. Mi satisfacción no se esconde detrás de una tela roja y gualda, ni de un himno sin letra y menos de un escudo con un lema en latín. Me importa mucho más que un político se preocupe por el bienestar, por la inflación y la seguridad social. Y me desconsuela severamente que se dé tantos aires diciendo gilipolleces y se parapete detrás de un sentimiento más bien artificial en lugar de hablar en plata de las cosas que importan. Es más, en momentos así, me avergüenzo de que mi país esté representado por memos de ese calibre. Así que puede que algo de orgullo me quede, quizás sí, pero bastante magullado.

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