Hay algunas personas que practican un tipo erudición al que yo denomino “cultura de mercadillo”. Su conocimiento de las cosas (en general saben de todas las cosas) es similar a las tiendas de Todo a 100, donde nunca hallas lo que buscas, pero donde encuentras en un mismo cajón calcetines con raquetas bordadas, útiles de cocina, herramientas, bragas, floreros, caramelos, trapos y distintos juguetes, llamativos al principio, de muy baja calidad después y de ninguna utilidad siempre. Hay una diferencia sustancial entre el Todo a 100 y los cultos de mercadillo: si bien es difícil rechazar las bicocas que se ofrecen en la tienda, es muy factible que uno decida no llevárselas. Sin embargo, el sabiondo de baratijas te endosa su disparatado repertorio de conocimientos sin pedir permiso, sin excusarse siquiera pero provocando una gran confusión en el que por accidente se ve obligado a escuchar, atender y dar coherencia a un discurso de retales mal entendidos.
La cultura de mercadillo viene acompañada de una querencia natural del conferenciante por el discurso plomizo y se convierte en un auténtico castigo cuando además se sazona con alguna de las siguientes especias: refinado sentido del humor, humildad fingida o falsa despreocupación.
Distingo además dos subespecies de tortura: el monólogo ladrillo y la gota en la sartén. Existe una tercera variante, la del ladrillo en la sartén, pero este no lo trataré porque se trata de un método muy expeditivo que agota y mata en cuestión de horas.
El monólogo ladrillo se caracteriza por ser un discurso a salto de mata. Un espíritu distraído es como una lombriz en un anzuelo. El abordaje es inmediato y tanto da que uno se muestre interesado, lo que evidentemente despertaría el ánimo didáctico del pesado de turno, como que haga muecas de desaprobación, amagos por atajar la conversación, que sufra un desmayo o que muera desangrado. La locuacidad desbocada de los catedráticos del verbo fácil disminuye sin duda su percepción de lo que comúnmente se denomina “el resto del mundo” y lo único que importa es disparar el monólogo, sin importar las consecuencias. Llamémosle por su nombre: diarrea vocal. El monólogo ladrillo no dura menos de 45 minutos. No trata necesariamente un tema de actualidad o de interés. Ni siquiera ha de tratar de nada. Basta unir palabras con un cordel kilométrico que no tiene fin. Las palabras salen a tropel, sin orden ni concierto, y con frecuencia aglutinan distintas facetas de la vida anodina de alguien, saltan de un viaje a Cuenca al precio de la merluza, de ahí a la crónica de sucesos y pueden concluir con una acertada reflexión sobre el ominoso futuro de Frijolito. Cuando el monólogo se sufre un máximo de una vez por semana (entendiendo siempre que el torturador es el mismo), entonces entra en la categoría de Monólogo Ladrillo. Si uno recibe más de una disertación semanal, la categoría se considera “Ladrillo en la Sartén”, de la cual ya dije antes que agota y mata con más eficacia que el tabaco. Si se reciben distintos ladrillazos de distintos plastas, el acoso se asume como la muerte del comendador, como un escarnio público. En este indeseable caso, hay que culpar al oyente mártir como poco ducho en las artes del regateo y si bien no se le va a señalar como el culpable de su propia muerte, sí se dirá que lo suyo fue un suicidio por torpeza.
La gota en la sartén es una variante menos agresiva en cuanto a dosis se refiere, pero igualmente nociva. Más que un monólogo es una colección de pequeños apuntes, algo así como una suerte de homeopatía que con pequeñas cantidades obtiene grandes resultados. Estos son, según se va intuyendo, una exasperación y un cansancio que desembocarán en el colapso nervioso. Se suele dar en los lugares de trabajo, pues el ejecutor ha de permanecer en el radio de acción del agredido. La víctima, como ente social que es, siente la necesidad de hablar con mayor o menor frecuencia, depende de su carácter. No es culpa suya, pues la comunicación es parte importante en cada momento de nuestra existencia, salvo cuando hablamos de fútbol. El agresor se entromete indefectiblemente en cada conversación, tanto si ha sido invitado a participar de ella como si no lo ha sido (caso frecuente, pues su intervención provoca rechazo una vez que ha sido catalogado como monologuista torturador). Haciendo alusión al tema del que la víctima habla, se torna protagonista en el diálogo, refiriéndose a experiencias pasadas por él o por un conocido (lo más habitual), en las que el resto de opiniones o acontecimientos vividos por otros son de escasa validez frente a los suyos, de interés impepinable por su intensidad y riqueza en los detalles. También se da el caso del aporte masivo de información poco trascendente, nada contrastada y falsamente documentada. Sirva el siguiente ejemplo: Hoy, sin ir más lejos, me he visto envuelto en una conversación acerca de las afecciones oculares que padece un compañero de trabajo. Tiene cataratas. Su edad es de 58 años. Otro compañero, agresor verbal recalcitrante, afirma sin pestañear: “Lo tuyo es un caso de mala suerte. La edad media para sufrir cataratas es de 65 a 73 años. Yo lo sé por la estadística de mi madre”. Su madre, para más datos, también sufrió cataratas. Es un caso común, convertir el hecho aislado en dato de facto. Una sola persona conforma una estadística. Pero hay que advertir que el intelectual todo a cien no siempre cae en fallos de forma tan aberrantes, en las que su ignorancia se descubre de modo ignominioso. Si no se hace referencia a la fuente de información (“la estadística de mi madre” por ejemplo), es más difícil descubrir sus mañas arteras. Recurro a otra experiencia que viví directamente hace no más de dos meses. Planeaba un viaje a Francia, a la costa bretona. Lo comenté en voz alta y un erudito de mercadillo sentenció sin que se le acelerase el pulso: “Pues se come muy bien en esa zona. Hay mucho marisco y mejillones y toda la hostia… Y son muy bonitos los pueblinos…”. Esta es la forma en la que se opina durante la gota en la sartén, inoculando apuntes inútiles a cada momento. Se introducen en la conversación como la carcoma, llenándola a la vez que la arruinan. Pero no ocurrirá en los primeros días, no, será con el paso del tiempo cuando nuestra voluntad ceda, cuando quedemos anulados por el apolillamiento de información inútil. Será entonces cuando el exabrupto salte y le rompamos los dientes al intelectual de mercadillo o cuando, de tanto aguantar, se nos reviente una arteria en el cerebro y nos quedemos hechos una piltrafa. En cualquiera de los dos casos, ese será el día en el que todo se arruine.
No encuentro una solución para los intelectuales todo a cien. Algún día moriré (un suicidio por torpeza) porque mi habilidad en la finta regateadora es mínima. No sé cómo demonios evitarlos, y una vez que me echan el gancho me cuesta horrores interrumpir de forma brusca su monólogo porque me parece una falta de respeto. Pero hacerme perder mi tiempo, turbarme y saturarme de mal humor, sin consentimiento, es algo peor que una falta de respeto. Es un crimen.