Tengo la sana costumbre de apostar en las quinielas. Digo sana porque, tal y como están las cosas, hasta dormir provoca cáncer. Por el momento, las quinielas no han matado a nadie... Desconozco el dato, pero estoy convencido de que si alguien la ha palmado es porque le ha tocado el gordo y la sorpresa no le cabía en el pecho. No es que gaste mucho en las apuestas, no. Más bien, es un negocio deficitario. Fiscalmente, pierdo más de lo que gano aunque en este tipo de inversión hay que hacer otras consideraciones metafísicas o espirituales, por llamarlas de algún modo. Así, durante la semana me encuentro perdido en ensoñaciones que me llevan primero a dejar mi trabajo y luego a dormir una semana seguida y después a comenzar la compra desmesurada de yates, edificios, inversiones en bolsa, qué se yo, un enriquecimiento ridículo y anhelado a partes iguales. Son ilusiones, lo sé, que se desvanecen cuando comparo los números de mi boleto con los que el azar quiso sacar de los bombos de la suerte. Ridículo ¿verdad? Son bombos de la suerte, sí, pero de la mala, que la reparten a raudales. Aún perdiendo dinero cada semana, el balance entre la felicidad de imaginarme inmensamente rico y la decepción por aplazarlo una semana siempre resulta positivo. Digamos que verme forrado de billetes durante el resto de mi vida me cuesta unos trescientos duros a la semana. No es poco. Pero si no los pagase, no tendría la opción de pensar que voy a ser rico, ya que tengo la certeza de que ni mi trabajo ni mis virtudes, si es que tengo alguna, me van a llevar al olimpo de los magnates.
Todo esto lo llevo en un estricto secreto. Repartiré el premio cuando me toque. A tres partes. Ya saben los que lo tienen que saber que recibirán su parte. O quizás sepan que no era un hombre de palabra. En cualquiera de los dos casos, espero que lo descubran pronto.
Estaba conduciendo hacia Valencia el otro día. Hubo un eclipse. La luna pasó por delante del sol e hizo un anillo de fuego, como en la canción de Johnny Cash. Los oftalmólogos insistían en que usáramos las gafas homologadas. Unas gafas homologadas de cartón y plástico barato. Yo, con la falta de previsión que me caracteriza, que ni tenía las gafas homologadas (o las homologadas gafas, que diría Marcial Lafuente) ni miedo por abrasar mi retina, vi el eclipse a través del tercer lp de Tony Joe White. ¡Qué cojones! Si me quedo ciego, al menos podré decir que fue culpa del rock and roll. Bonita imagen. Sí señor. El anillo de fuego.
Cuando llegué a la oficina (con un notable deslumbramiento) encendí mi computadora y me encontré con el siguiente correo electrónico:
“Compañeros: Con tan extraordianario acontecimiento solar he decidido hacer una colecta para apostar al euromillones en el momento exacto en el que la luna tape al sol. Todos sabemos que las alineaciones entre astros y satélites ayudan en las tareas más arduas, proporcionan suerte y potencian las casualidades. Yo me comprometo a pagar la quiniela justo en tal momento, pues estoy convencido de que tendremos la mejor fortuna ese día y a esa hora, y nunca más”.
¡Menuda ocurrencia! “Que ponga dinero tu madre, chaval”, me dije yo. Esto es de psiquiátrico. No pensé más en ello.
Pero esta noche me he despertado pensando: ¿y si toca? ¿y si los astros influyen? ¿y si era verdad lo que me parecía una empresa ridícula? Y he sentido miedo de haber perdido la última oportunidad de vivir en un yate vestido de Armani.
Tengo que dejar de jugar a la lotería. Es una obsesión... No sé si hacerlo esta semana o la que viene. Consultaré el horóscopo, que siempre me saca de dudas.
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