Hace unos días, sentado a la mesa de un bar tomando cervezas, me percaté de que, en un momento dado, todos mis colegas dibujaban con un dedo sobre la palma de la otra mano. Jugaban abstraídos con sus móviles mientras yo me bebía una caña a solas, rodeado de amigos silenciosos. Cuando, tras elegir cuidadosamente las palabras, pregunté “¿Qué coño pasa aquí?”, alguno respondió “El iPhone, un invento cojonudo para estar en contacto con la gente”. Ciertamente no era conmigo, que llevaba varias semanas fuera del pueblo y no me había sentado aún con ellos a charlar un rato. Quizás no hubiese nada que decir porque, gracias al ciberespacio, todos sabían qué había hecho durante el último mes. No obstante, sentí muchísima nostalgia por esos momentos en los que, a falta de palabras para rellenar un vacío (para nada incómodo y prueba inequívoca de que con una amistad consolidada se puede estar a gusto sin decir ni pío), nos poníamos a ver pasar la vida.
El problema es que sigo encontrando gusto en conversar, en no recordar el nombre de un actor y pasar horas rebuscando en los trasteros de mi memoria o en verme perdido en medio de la ciudad y no tener más remedio que preguntar a un viandante cómo encontrar el lugar que indefectiblemente he fallado en hallar. Y del mismo modo, le veo la gracia a cabrearme al no tener cobertura en el móvil y recordar que no hace tanto, para hablar con tu tío de Cuenca, tenías que avisar a la telefonista, irte a tomar un cafelito y volver al rato cuando ya había línea.
De tal manera, encuentro lamentable que la tendencia sea la de estar en contacto permanente con todo el mundo que no está cerca y de alejarse misteriosamente del que anda alrededor, de haber perdido la privacidad y de mostrar todo el rato lo fantásticos que somos en frases de diez palabras que no son más que una descarada venta de humo. Y también es triste que ande yo impaciente y desasosegado porque el iPhone que de repente necesito va a tardar más de un mes en llegarme.
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